EL MUNDO DE LAS ABEJAS


Los insectos presentan estructuras orgánicas totalmente dispares, estructuras morfológicas y fisiológicas tan especiales y únicas que forman una clase aparte; son numerosísimos en especies adaptadas a todos los ambientes y a todas las circunstancias y medios, y están regidos por leyes de reproducción, defensa y asociación que han sido fértil campo de estudio para el naturalista y el entomólogo de todos los tiempos.

Como en el reino animal el hombre ocupa el sitial de honor por su capacidad creadora, su facultad de raciocinio y su espíritu capaz de las más bellas proezas del pensamiento, así las abejas son las que poseen, entre las doscientos mil especies que pueblan la tierra, el cetro de la superioridad por su perfecta organización social, la supervivencia de su progenie y, lo que es más apasionante para nosotros, el misterio de su origen.

Un pedazo de ámbar, con una colonia de abejas fosilizada, que tiene más de diez millones de años de antigüedad, conservado en el Museo de Historia Natural de Nueva York, nos ofrece el mudo testimonio geológico de la presencia de las abejas, tal cual las conocemos en nuestros días.

Mucho antes de que apareciera el hombre sobre la faz de la tierra, mucho antes de que vivieran los primitivos mamíferos y peces, mucho antes de que se hicieran presentes las aves y la casi totalidad de los vegetales, las abejas ya poblaban el aire húmedo de las selvas del carbonífero, ya pendían sus panales de cera en oquedades, ya acumulaban las reservas de miel y polen. La estructura perfecta, la conformación orgánica y social bien definida, todo lo que hoy es prueba de una evolución en la que el automatismo ha dado paso a funciones vitales que nos hacen pensar en un instinto desarrollado hasta los umbrales de la inteligencia, todo esto estaba ya definido en las abejas que nos legó el ámbar milenario para solaz de nuestro espíritu investigador. Los cálculos de los hombres de ciencia contemporáneos han fijado de una forma más precisa los estadios geológicos por que atravesó la Tierra: entre el momento en que la corteza terrestre y su atmósfera presentaron condiciones favorables para las manifestaciones más rudimentarias de la vida, y el período en que la colonia de abejas quedó fosilizada en el pedazo de ámbar, la evolución de este insecto no fue posible desde sus formas primitivas hasta lo que en la era carbonífera aparece como colonia social perfectamente desarrollada.

Además, desde estos tiempos remotos han transcurrido milenios, han sobrevenido cataclismos, erupciones volcánicas, anomalías cósmicas, sin que la abeja se haya visto afectada o variado el sistema de vida.

Todo esto sugiere, quizás, una hipótesis que ya no es, en la era atómica en que vivimos, tan aventurada: la abeja no es de este planeta; llegó a la tierra desde otro mundo que en edad nos aventaja en varios millones de años y del cual quizás sólo existen al presente errantes despojos cósmicos. Allí donde un cinturón de asteroides señala el antiguo derrotero de un planeta destrozado pudo florecer otrora un mundo semejante al nuestro. Sabemos, en efecto, que todos los planetas están constituidos por la misma materia fundamental. El sistema solar es sólo un ejemplo, un átomo, dentro de la inmensidad de la galaxia, opulenta en millones de sistemas solares, y, a su vez, el Universo está constituido por millones de galaxias. No estamos solos en el Universo: esto ya no es algo difícil de pensar; y, aunque hay una íntima resistencia para admitir el origen extraterreno de las abejas, si las circunstancias y pruebas acumuladas nos conducen a ello, no podemos, hoy, descartar esta posibilidad.

Quizás, pues, no anduvieron muy lejos de la verdad los antiguos y valiosísimos documentos del Tíbet, guardados por el celo de los lamas en sus inaccesibles monasterios de los montes Himalaya. En ellos se cuenta el origen del nombre y se explica cómo llegó éste, tripulando naves espaciales, desde otro planeta, y cómo trajo consigo las semillas del trigo y los enjambres de las abejas. Ciertamente, la imagen del origen y evolución de la vida de los científicos modernos no corresponde ni se adecua a la imagen ingenua de las viejas tradiciones tibetanas. Pero si un día se hiciera necesario admitir el origen extraterreno de las abejas, la ciencia debería modificar sus representaciones actuales y aceptar algo de los supuestos del Tíbet. En este caso, al admitir la presencia de especies bien desarrolladas, llegadas a nuestro planeta a través de viajes siderales, junto a otras que se desarrollan progresivamente hacia formas más perfectas, habría que estudiar la influencia y modificaciones que la presencia de aquéllas introduce en la evolución en general.