La unidad de la vida de las abejas y el espíritu de la colmena


Por ello, y a medida que penetramos más en los misteriosos resortes que mueven este complejo mecanismo del país de las abejas, notamos lo difícil que es coordinar nuestros conceptos y quedamos abrumados ante tanta maravilla. Nos sentimos tentados de hacer revivir aquel espíritu de la colmena, creado por el padre de la literatura apícola, Mauricio Maeterlinck, para explicar la vida de las abejas. Lo podemos imaginar tomando forma concreta y lo vemos así, a través del invierno, compacto, inmóvil, frío, manteniendo la tenue llama de vida, en espera paciente sobre los rígidos panales con las reservas de miel casi intactas. Y llega la primavera, y el canto del sol cubre de flores el escenario, y el espíritu de la colmena se acerca a la bola invernal, y resurge el batir de millares de alas transparentes. Cuando miramos así cada una de las abejas, solitaria en la lejanía del azul y el verde, nos parece parte de un organismo de vastas proporciones; a cada colonia la vemos como un gigante sutil cuya función vital abarca 20.000 m2 y que se desarrolla a través de sus pecoreadoras incansables, siempre en evolución, Siempre sustituidas por nuevas legiones de células trabajadoras, y nos damos cuenta de que un solo propósito alienta esta formación: la conquista de la savia del reino vegetal y la captación de las radiaciones de los espacios siderales, para transformar su fría y quieta morada en cálida ciudadela de deslumbrante actividad.

Para alimentar la vida del organismo, el espíritu de la colmena provee una fuente común, la jalea real, libada por miles de bocas virginales. Y el licor de la belleza y la longevidad se derrama por legiones de celdas que se llenan de nueva vida, y miles de estas células, que son las abejas, amplían las proyecciones de este milagro de la existencia.

Finalmente, cuando la vida que preside el espíritu de la colmena llega a la plenitud, cuando el recinto del núcleo de procreación está saturado, cuando ya no hay cabida para otra celda, se produce la más bulliciosa, la más alegre, la más emocionante de las divisiones de un ser viviente. La enjambrazón, en efecto, representa, con el cantar perfumado de su transporte, el acto supremo de la reproducción del enjambre. Porque la colmena se reproduce así, no por el nacimiento de las abejas, una a una, sino por el desprendimiento, en el instante de la enjambrazón, del conjunto armónico de la mitad de sus componentes, y ello solamente cuando las condiciones son favorables y la Naturaleza así lo ordena. Aun en este aspecto de la perpetuación de la especie, la abeja nos muestra una forma de obrar que no tiene similar en ningún otro caso de vida orgánica.