LOS ANIMALES QUE ACOMPAÑAN AL HOMBRE


El célebre naturalista francés Geoffroy Saint-Hilaire, en un profundo estudio sobre la domesticidad de los animales, ha llegado a contar hasta cuarenta y siete especies diferentes, que comprenden mamíferos, como el perro, el gato, el caballo, el búfalo, etc; aves, por ejemplo el canario, la paloma, la tórtola, la gallina, el pavo real y otras muchas; peces, como la carpa vulgar y la dorada de la China, conocida vulgarmente con el nombre de pez encarnado; y, por último, entre los insectos, la abeja común, la cochinilla del nopal, el gusano de seda y algunos pocos más.

Deben considerarse también como animales domésticos, entre los mamíferos, además de los citados, el elefante, ciertos monos cercopitecos y casi todas las especies pertenecientes a la familia de los armadillos que, en muchos puntos habitan en las casas de América, como en Europa los gatos; y entre las aves conviene incluir el arakanga, el arara y el ararauna.

En la domesticidad de los animales hay grados muy diversos, que a simple vista pueden distinguirse. Por ejemplo, no habrá nadie que quiera comparar el perro con el pavo, que no conoce al amo, y al cual le es indiferente estar en uno u otro corral.

Atendiendo a esta facultad de conocimiento instintivo, desarrollada extraordinariamente en ciertos animales, el hombre ha escogido entre ellos los que habían de serle más útiles, haciéndolos sus compañeros.

Hoy día en casi todas las familias hay algunos de ellos. Quien no ha experimentado el placer de ser dueño de un perro, un gato, conejos u otros animales domésticos, no sabe ciertamente cuánta y cuan sana alegría pueden procurar estos seres que, aunque irracionales, tan dócilmente se acomodan a nuestras costumbres.

No obstante, a este propósito conviene tener presente que no es humano mantener en cautividad animales que viven libres en la Naturaleza; y así, las personas que los tienen encerrados en jaulas, o de algún otro modo, acaso no adviertan su propia crueldad; pero de hecho ésta es grande y del todo inmotivada. ¿Hay cosa más triste que ver, por ejemplo, una ardilla, que tan graciosa es en libertad, entre las ramas de los árboles, encerrada en estrecha jaula y condenada al único pasatiempo de hacer girar una rueda con tal uniforme y vertiginoso movimiento, que llega a producir mareo?

Harto diferente trato merecen ciertos animales que fueron creados para utilidad del hombre, no para su extraña y mal entendida diversión, y cuya bondad y sociabilidad ponen de manifiesto mil y mil ejemplos.

Yacía en cierta prisión un desventurado que había sido condenado injustamente. No había ni una persona amiga o compasiva que fuera a visitarlo en su celda, ni que le dirigiera una palabra de consuelo, y así su vida se deslizaba triste y sin esperanza. Cierto día asomó a un rincón de la celda un insignificante ratoncillo; pero, lleno de timidez, desapareció por un agujero, apenas hubo dejado ver el diminuto hocico; pasaron algunos minutos, y poco a poco volvió más animoso; entonces el prisionero le echó unas migas de pan. Atraído por este regalo, el pequeño roedor lo visitó uno y otro día; se domesticó, y mientras el detenido comía, se colocaba a su lado y recogía las migajas que éste dejaba caer al suelo. Cada día más acostumbrado a su nuevo amigo y protector, el ratoncillo solía corretear tranquilo y confiado por la celda, como si fuese el animal más feliz del mundo, y el prisionero comenzó a sentir por la bestezuela especial afecto. Al fin, era el único amigo que tenía en la soledad de la cárcel. El ratón acabó por no tener miedo alguno al hombre, y ni le inquietaba que éste se encontrase a veces de mal humor, pues conocía que por nada del mundo le habría hecho daño. Andando el tiempo, se acostumbró a trepar hasta sus hombros y a jugar entre sus dedos; una amistad profunda nació entre el ratoncillo y el prisionero, a quien la celda no parecía ya solitaria y triste desde que aquel gracioso animalito había venido a ella para hacerle compañía.

Pero he aquí que, cierto día, mientras el carcelero estaba en la celda, salió como de costumbre el ratoncito, y trepando rápidamente por las piernas del prisionero, se puso a jugar entre sus manos; el guardián, hombre duro y cruel, preguntóle la razón de aquella familiaridad del animalillo, a lo que respondió el desventurado que el ratoncito había llegado a ser su amigo y que venía todos los días a visitarlo. Entonces el carcelero le advirtió que semejante infracción del reglamento de la prisión no podía tolerarse, y mató al ratón amigo del encarcelado. Éste contempló un momento al pobre animalillo aplastado en el suelo; luego, lanzando un alarido de rabia e indignación, derribó al adusto y despiadado guardián.