HISTORIA DE NUESTRO PERRO


El hombre tiene en el perro un servidor leal que le guarda la casa y lo acompaña a todas partes. El perro es el símbolo de la fidelidad. Cuando se ha encariñado con su dueño o con alguna otra persona, ni la miseria ni los golpes logran debilitar ese afecto. Su constancia puede servir de ejemplo a más de un amigo inconsecuente. No le importa habitar en un hogar pobre: una caricia basta para endulzar sus mendrugos; una palabra cariñosa que se le diga de cuando en cuando, lo contenta. Los que tratan a sus perros con mimo y hasta con lujo, difícilmente comprenderán la inquebrantable adhesión de que son capaces estos animales para con su dueño o dueña y cómo gustan de compartir con ellos el trabajo y las privaciones.

Hay en la amistad entre hombres y perros algo más profundo de lo que a primera vista podría creerse. ¿Porqué no huye el perro de la casa en donde escasea la comida? Trátase, en efecto, de un animal carnívoro, perteneciente a la misma familia que el lobo y el chacal; sus quijadas son poderosas, y sus colmillos, terribles. ¿Cómo, al encontrarse hambriento, no imita, pues, a estos animales? Un caníbal acosado por el hambre no vacila jamás; ¿por qué en este punto aventaja el perro a una criatura humana? Para contestar a estas preguntas necesitamos volver los ojos al pasado, procurando averiguar de qué modo las relaciones entre los hombres y los perros han ido convirtiéndose en lo que son hoy en día.

Esta amistad, a no dudarlo, ha tenido su principio. Los hombres y los perros no fueron amigos desde el primer momento en que se encontraron. Hubo un período de lucha, durante el cual el hombre se defendió del perro, como se defendió de los restantes animales. Allá, en remotas épocas, cuando habitaba en cavernas o cuevas subterráneas, viviendo de la caza y de la pesca, debió de hallarse en guerra con todo el reino animal, del que necesitaba obtener su alimentación y vestido. No era agricultor ni hortelano: no sembraba trigo ni plantaba hortalizas, porque no había aprendido aún a cultivar plantas comestibles, y así como ciertos animales inferiores tienen el instinto de almacenar los alimentos, podemos suponer que también el hombre, en la aurora brumosa de su civilización, hizo algo semejante. No podía, sin embargo, practicar esta costumbre en gran escala y de una manera metódica.

Su almacén y su misma vivienda pudieron ser siempre asaltados y ocupados por otro más poderoso; la caverna en que habitaba se hallaba expuesta a ser invadida por los animales salvajes. Ningún hombre debió pensar en establecer grandes depósitos de víveres para los tiempos futuros, no teniendo la seguridad de que el albergue que ocupaba estuviera exento de tales peligros. De todo lo cual deducimos fácilmente que, en sus primeros tiempos, el hombre debió de vivir casi al día. Y como son muchos los meses del año en que no le era dable encontrar alimentos vegetales adecuados a su apetito, y no disponía de carne de animales muertos, forzosamente tenía que cogerlos vivos. Esta necesidad, común al hombre y al perro, es lo que habría de unirlos.