AVES QUE NO PUEDEN VOLAR


Aunque no poseemos la facultad natural de remontarnos por los aires, a no ser con la ayuda de aparatos especiales, podemos, en general, comprender lo que ocurre cuando un ave vuela. En su movimiento, las alas azotan el aire impulsándolo hacia abajo y hacia atrás. Siendo el movimiento rápido y la superficie del ala relativamente grande, la resistencia que presenta el aire basta para elevar al ave. Por un efecto análogo, la resistencia del agua nos permite ascender y avanzar en la natación, como permite a los grandes vapores cruzar el océano dando un apoyo a sus hélices en movimiento.

Para poder producir esta presión hacia abajo y hacia atrás, disponen las aves de músculos muy poderosos. Son éstos los mayores del cuerpo del ave, y, en relación al tamaño, aventajan a los más fuertes de un hombre. El más poderoso de esos músculos impulsa el ala hacia abajo y es, en otras palabras, la carne del pecho del ave. Hállase sujeto a un hueso, el esternón, cuya forma semeja la de la quilla de un buque. Cuando el ala llega a su posición inferior, otros dos músculos más pequeños la levantan, dejándola en el punto de partida de aquel movimiento. También se hallan en la carne del pecho estos dos músculos. El primero, el más poderoso, se inserta en la parte inferior de las alas; los pequeños, prolongados por gruesos tendones, pasan a través de un agujero situado en la articulación del hueso escapular y se fijan en la parte superior de las mismas.

Compréndese, por lo dicho, que este doble sistema de músculos actúa continua y alternativamente durante el vuelo normal, retrasando o apresurando su contracción según la posición que deban tener las alas. Es digno de notarse, además, que cuando las alas se mueven de arriba abajo, las plumas presentan horizontalmente toda su superficie para que el aire no tenga salida y la presión sea mayor; y, en cambio, cuando las alas suben, las plumas se ladean dando paso al aire, reduciendo mucho la resistencia y permitiendo el movimiento con un pequeño esfuerzo muscular. Vemos, pues, cómo el aparato volador con que la Naturaleza ha dotado a las aves es una de las máquinas vivientes más digna de admiración.

Posee, además, el ave algunos elementos que completan este aparato. Tiene una glándula llamada uropigia, que segrega la grasa necesaria para lubricar las plumas. Este órgano es de un valor precioso para las aves acuáticas, cuyas alas deben ser impermeables; pero es también utilísimo a las otras aves, pues sin esta grasa las plumas se harían porosas y dejarían filtrar el aire disminuyéndose su resistencia y restando una parte del efecto ascensional que se produce a cada sacudida de arriba abajo.

Es importante también el sistema de sacos aéreos que poseen las aves aparte de sus poderosos pulmones, y algunas cavidades en sus huesos. En otro tiempo se creyó que estos receptáculos estaban llenos de algún gas más ligero que el aire, que contribuía a restar peso al animal obrando como en los globos aerostáticos. En realidad contienen aire que, calentado a la temperatura del cuerpo, pesa menos que el exterior y contribuye, efectivamente, a hacer al ave más ligera, ayudándola, por tanto, a remontarse.