LA PIEL Y SUS FUNCIONES


Quizás haya quien piense que la piel es parte poco importante del cuerpo; pero tal idea es infundada. Aun considerando la piel como un tejido cualquiera y comparándola con la seda o el hule, con el papel o el paño, vemos que su estructura es la más admirable, y que ningún producto de la industria humana resiste en modo alguno el parangón con ella. Mas es el caso que la piel no es sólo una simple cubierta protectora, sino un órgano viviente, y, además de desempeñar la función bienhechora de cubrir y defender nuestro cuerpo, cumple otras funciones admirables de las cuales la mayoría de nosotros no nos damos cuenta. Quizá nada ponga en evidencia con más claridad las maravillosas propiedades de la piel que lo que ocurre en ella cuando nos hemos cortado. De los innumerables y pequeños vasos sanguíneos comienza a manar la sangre, que limpia la herida. Luego los vasos se constriñen y cesa el flujo sanguíneo. La sangre que ha salido se seca formando un coágulo o tapón, que une los bordes de la herida. Estos bordes comienzan a aproximarse, mientras que en el coágulo proliferan las células llamadas fibroblastos, cuya finalidad es formar un nuevo tejido. A esta altura del proceso de curación las células cutáneas superficiales crecen desde ambos bordes y se acercan, hasta dejar en el medio una finísima cicatriz, o, en la mayoría de los casos, ninguna. Como es necesario pasar siempre a través de todas estas etapas para llegar a la cicatrización, nunca debemos alterar el curso de ellas rascándonos la costra cuando tengamos una herida. Evitaríamos muchas cicatrices inútiles si así procediéramos.

Pasemos ahora a considerar la estructura de la piel, en la cual notamos desde luego ciertas propiedades para cuya observación no necesitamos instrumento alguno. En primer lugar, la piel es perfectamente elástica, pues de otro modo no serían posibles los movimientos de nuestro cuerpo; y así, al hacer alguno de ellos, se extiende la piel en un sentido determinado y luego vuelve a su posición anterior cuando aquél cesa. Cualquiera puede comprobar este hecho arrugando la piel de la palma de la mano y viendo con qué perfección vuelve después a su primitivo estado. Sábese de personas que, por haber perdido ya su piel la elasticidad, experimentaban para moverse la misma dificultad que si hubiesen estado aprisionadas en rígidas armaduras de una pieza.

Para que la piel conserve siempre su prodigiosa elasticidad, la Naturaleza la ha dotado de un gran número de glándulas que segregan sebo y están situadas cerca de las raíces del vello. Esta secreción lubrica la piel, protegiéndola y tornándola flexible. Cuando ella falta, como sucede en regiones de temperatura extremadamente baja, donde la sustancia sebácea se congela antes de llegar al exterior, la piel se agrieta y se reseca.