La piel externa o muerta y la piel interna o viva


La capa más externa de la piel está, en efecto, formada casi de la misma sustancia que las uñas, los cascos de los caballos, o las diversas clases de cuernos. Cada vez que nos lavamos y siempre que la piel se frota por cualquier causa despréndese una importante porción de esta capa externa. Estudiando la piel con atención, observamos que puede claramente dividirse en dos capas distintas: una externa y otra interna. El nombre griego de la piel es derma y la capa interna de la piel se llama dermis o piel propiamente dicha. La dermis es un órgano viviente, sangra cuando se la pincha y es sensible al tacto. La capa externa se llama epidermis: la partícula griega epi significa encima o sobre de tal o cual cosa.

La dermis forma la epidermis, renovándose ésta constantemente a medida que la frotación la desprende. La epidermis no tiene sensibilidad alguna, porque carece de nervios, pudiendo ser desprendida y aun atravesada por un alfiler, sin que tampoco sangre, porque carece asimismo de vasos sanguíneos. Se puede atravesar con una aguja la epidermis de la extremidad de un dedo sin percibir sensación alguna y sin que salga ni una gota de sangre; la epidermis que crece alrededor de la base de las uñas tiene mucho espesor, y la aguja no hace más que atravesar esta capa. Meditando sobre lo dicho, puede objetarse que todo lo que crece tiene necesariamente vida, sin perjuicio de lo cual hemos afirmado que la epidermis carece de ella. Nada hay más cierto que esto, y se explica fácilmente: la gruesa piel que reviste la base de la uña no es materia viva y no crece por sí misma, sino que es simplemente empujada hacia arriba por las nuevas células formadas por la piel verdadera o dermis que crece debajo de aquélla en su incesante proceso.

Si se frotara la piel de manera que se desprendieran las células de la capa externa con mayor rapidez de la habitual, la velocidad con que se producirían nuevas células en la dermis se duplicaría y aun se cuadruplicaría.