PINTORES Y ESCULTORES DE LA ESCUELA ESPAÑOLA


La característica de las artes y la cultura españolas del siglo xvi fue el universalismo, derivado do su contacto con el mundo exterior. En la escultura, Italia y especialmente Miguel Ángel fueron el punto de partida y la meta, aunque con mezcla de influencias alemana, flamenca y francesa. En pintura hubo también un indiscutible predominio de lo italiano, hasta que, a fines de la centuria, el país recibió un gran aporte con el griego Doménico Theotocópoulos, el Greco, que a la técnica y el colorido venecianos unió el idealismo bizantino, y creó un tipo de pintura de gran originalidad.

En el campo de la escultura el pueblo y sus intérpretes más auténticos continuaron fieles al expresionismo dramático introducido por flamencos, franceses y alemanes, que trabajaron en Castilla durante la centuria anterior; pero la Casa Real y la nobleza, atraídas por el deslumbrante arte de Italia, se dedicaron a la importación de escultores de esa procedencia, como Doménico Fancelli, Jacopo Florentino y los Leoni, Leone y Pompeo, autores del túmulo de Felipe I.

La corriente italianizante no arraigó hasta que fue impuesta por tres grandes escultores españoles educados en Italia: Bartolomé Ordóñez, Diego de Siloé y Alonso Berruguete.

Bartolomé Ordóñez regresó de Italia con un fresco renacentismo sin nubes miguelangescas y una claridad estética perfecta, pero su exquisito arte no halló eco ni continuadores; Diego de Siloé. en cambio, que había abrevado en las mismas fuentes, consiguió la admiración de sus compatriotas, aunque su arte no llegó a las alturas que había alcanzado su contemporáneo. Siloé se preocupó por las relaciones de líneas, volúmenes y movimientos, y una riqueza de detalles que deriva de su ideal de perfección.

Alonso Berruguete, el tercero del grupo, representa el genio nativo liberado, pues rompió con furia y nervio los cánones de las convenciones medievales y renacentistas. Subjetivo, hermano de raza de los místicos, buscó un arte moral, mezcla de acción y de pasión, que le permitió ser comparado con Miguel Ángel.

Todo lo que tuvo de artificial, en el siglo xvi, el renacimiento escultórico representado por los autores ya citados, lo tuvo de espontáneo y sentido aquella corriente naturalista que hicieron triunfar las cofradías populares en el siglo xvii, aunque los reyes continuaron fieles al italianismo; así, por ejemplo, la estatua ecuestre de Felipe III fue encargada a Giambologna, y la de Felipe IV, a Pedro Tacca. Tales monumentos hoy poco interesan artísticamente, mientras atraen las obras de los imagineros, o tallistas de figuras religiosas, que labraron en los secos maderos castellanos las imágenes que reproducen la sencilla piedad de su pueblo.

La escuela madrileña, promovida por el portugués Manuel Pereyra, de un naturalismo moderado, ocupó un segundo rango al lado del arte oficial. En Valladolid, en cambio, la escultura pudo desarrollarse libremente, animada por Gregorio Fernández, piadoso tallista que creó toda una iconografía pasionaria que puso al desnudo el sentido realista y dramático de la época.

La escuela de Sevilla, a su vez, se inició con la gran figura de Juan Martínez Montañés, a través de cuyo realismo se transparenta el donaire clásico. Su discípulo Juan de Mesa acentuó la nota patética. En ese mismo ambiente se formó también Alonso Cano, que llevó a su patria chica, Granada, el arte de la talla policromada. Le sucedieron Pedro de Mena y un discípulo, José Mora, el más lleno de unción de los imagineros andaluces.