LOS BORBONES Y LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA


La familia Borbón, que ocupara el trono de Francia con Enrique IV, había llegado al máximo de su poderío en la época de Luis XIV, el llamado Rey Sol. Aspiraba este soberano a extender la hegemonía francesa en Europa, y con ese fin se dispuso aprovechar la coyuntura que le brindaba su matrimonio con la hermana de Carlos II, el monarca español, ante cuyo lecho de enfermo disputábase agriamente la sucesión, pues carecía el trono de heredero directo; además del rey de Francia, se interesaba en el pleito el soberano austríaco, los derechos de cuya casa eran tan válidos como los del francés.

Empero, el influjo de la corte de Versalles se impuso, y Carlos II, ya en los umbrales de la muerte, dictó testamento y puso la corona de España en las sienes de Felipe de Anjou, hijo segundo del delfín de Francia y nieto, por lo tanto, de Luis XIV.

El nuevo rey era un mozalbete de dieciséis años, criado en el ambiente de endiosamiento al Rey Sol, educado por Fenelón en las humanidades clásicas y ajeno al practicismo propio de la política.

El 22 de enero de 1701 entró Felipe V en España, después de haberse despedido de sus hermanos y amigos en la frontera, atribulado por dejar el mundo frívolo de Versalles.

Apenas había dado los primeros pasos en el gobierno, hubo de salir de España y marchar a Italia para defender sus dominios, invadidos por el emperador de Austria, resentido por la solución dada al problema dinástico; esta campaña fue la primera escaramuza de la larga guerra de Sucesión, desatada a causa de la presencia de los Borbones en España, en cuyo transcurso el país se dividió en dos parcialidades, la una adicta al Borbón y la otra fiel a la casa de Austria. Inglaterra, Holanda y Portugal entraron en el conflicto en apoyo del archiduque Carlos de Austria, para evitar la preponderancia europea de los Borbones. El Levante español se mostró en general adicto al archiduque; las dos Castillas y Andalucía, borbónicas. La guerra fue indecisa, y la suerte de los beligerantes, veleidosa. Cuando murió el emperador de Austria y el archiduque Carlos ocupó el trono de aquel imperio, Inglaterra temió la eventualidad que antes apoyara, y abandonó la causa del archiduque en España. Otro tanto hicieron sus aliados, y esto, más que la suerte de las armas, dejó asentada definitivamente la dinastía borbónica en el solio real de España.

Los tratados de Utrecht, por los que se puso fin a la guerra, representan verdaderas actas de liquidación del imperio español, consumada por el iniciador de la nueva línea dinástica española: Gibraltar y Menorca pasaron a manos británicas; Sicilia y las islas vecinas, a las del duque de Saboya, y Gran Bretaña obtuvo además el real permiso para dedicarse al comercio de esclavatura en las posesiones españolas de ultramar.

Para velar por el cumplimiento de los tratados, se creó la Triple Alianza -Gran Bretaña, Francia y Holanda-, como quien monta una guardia junto a un sepulcro por miedo a que resucite el poderío allí enterrado.