El despotismo de Fernando VII y las luchas por la sucesión


A pesar de la inconducta mostrada por Fernando VII en el cercano pasado, el pueblo español aclamó su retorno. Pronto encendióse encarnizada lucha entre los liberales, o partidarios de la monarquía constitucional, y los absolutistas, y como el triunfo correspondió a esta última facción, a poco quedaban restablecidos todos los poderes del rey, tal como se daban en 1808. Nada se hacía a derechas ni conforme a la ley: inspirado en los dictámenes de las camarillas, o en sus propios caprichos, Fernando expedía órdenes, concedía gracias, dictaba sentencias, imponía castigos y repartía mercedes o condenaba a las más terribles penas por su sola voluntad y sin sujetarse a forma legal alguna.

Diversos levantamientos de jefes militares quisieron poner fin a aquel estado de cosas, pero todos fracasaron; el pueblo, en verdad, parecía adorar al Deseado y rechababa toda idea de reforma.

Uno de aquellos levantamientos, empero, capitaneado por el general don Rafael del Riego, y acaecido el l9 de enero de 1820, arrastró pronto a todas las guarniciones de Galicia y de otras provincias; ante el temor de que se plegaran las fuerzas metropolitanas, Fernando expidió un decreto convocando a las Cortes y manifestando su propósito de jurar la Constitución de 1812.

Los liberales aprovecharon aquella circunstancia para cometer durante tres años toda clase de desmanes; sucediéronse bárbaros crímenes contra los tildados de absolutistas, y éstos a su vez respondían con terribles represalias contra los liberales y los masones. Pronto ardió la guerra civil, y los más exaltados liberales acabaron por hacerse dueños del poder. El rey, prisionero de su propio gabinete, no encontró mejor solución que pedir el apoyo de la Santa Alianza, por lo que a poco penetró en España un ejército francés de 100.000 plazas al mando del duque de Angulema; el pueblo lo llamó de los cien mil hijos de San Luis. Las Cortes obligaron al monarca a retirarse a Sevilla, donde la asamblea, y no el rey, nombró un nuevo gabinete, aún más exaltado; poco después declararon incapacitado a Fernando VII, y una junta-regente militar asumió la representación real.

Pero los franceses contaban esta vez con el apoyo del pueblo, que suspiraba por Fernando, y desde octubre de 1823 éste logró concentrar nuevamente en sus manos la suma autoridad. Comenzó entonces la década ominosa, así llamada en virtud del desenfrenado y sangriento carácter que tuvo la reacción absolutista.

Fernando falleció en 1820, y dejó planteado, pese a sus postreras disposiciones, un conflicto sucesorio del que eran extremos su hermano, el infante don Carlos, y su hija, jurada como heredera tres meses antes de la muerte del rey.