LOS ANIMALES Y SUS CRÍAS

Todos, más o menos, nos engañamos respecto de nosotros mismos; y lo propio hacen los animales. Nos cansa el trabajo o el estudio únicamente porque nos lo imponen. El jardinero, pagado para cultivar un jardín, halla penosa una labor a la que, en cambio, se entregan con extremado placer, manejando gustosas la pala y el azadón, las personas que se ganan la vida de otros modos muy distintos. Las tareas de la floricultura nos parecen un entretenimiento sumamente agradable porque no estamos forzados a efectuar ese trabajo. Asimismo nos divertimos cuando, expuestos a los rayos abrasadores del sol, jugamos una partida de fútbol o de tenis. ¡Pero cuan desgraciados nos consideraríamos si tuviésemos la obligación de entregarnos a esos juegos en los días calurosos del verano! Lo que hacemos por diversión es muchas veces tan fatigoso como lo efectuado en cumplimiento de un deber; pero lo hacemos con gusto, porque nadie nos obliga a ello...

Conociendo la Naturaleza esta torcida inclinación, enseña a obrar a los seres más humildes de su reino como lo hacen los hábiles pedagogos con sus discípulos. La infancia de muchos animales es semejante a la nuestra. Los hijuelos de esos animales han de aprender ciertas cosas que les enseñan sus padres; pero el adiestramiento suele revestir el aspecto de un juego. Refiriéndonos a aquel hombre apresado por una tigre, que mencionamos en otra página, observaremos que la fiera no lo devora inmediatamente; se lo lleva junto a su cueva y, llamando a sus crías, desvanece los temores que a los cachorros pudiera inspirarles la vista de un ser humano, mientras procura incitarlos a que conviertan a la víctima en una especie de juguete. Aquello, para los cachorros, viene a ser como una lección de las que se dan en los kindergarten, es decir que mientras juguetean van aprendiendo las cosas que necesitan saber para luego procurarse por sí solos la subsistencia. Los padres, sin duda, lo consideran como asunto serio; pero a los pequeñuelos no puede exigírseles que den muestras de la misma seriedad, y para ellos las lecciones son simplemente una forma de juego. Únicamente se ponen serios cuando los amenaza algún peligro, y entonces se arriman a sus padres en busca de protección. Ciertos naturalistas, que han estudiado la vida silvestre en lugares apartados, se han hecho la siguiente pregunta: “¿Son felices los animales?”, y opinan que no pueden serlo, pues el miedo de morir de hambre, o de ser víctimas de las fieras, debe turbar incesantemente el ánimo de los animales herbívoros, amargándoles la vida. No obstante, parece ser cierto que semejante temor, si es que los adultos lo sienten realmente, no atormenta a los pequeñuelos. La vida, para ellos, debe de ser bastante feliz. Se les enseña, es verdad, a librarse de los peligros; pero lo aprenden jugando, y el arte de hallar escondrijos no ha de parecerles más importante que a un muchacho el juego del escondite. Casi todos los animales, al nacer, se hallan indefensos y son incapaces de buscarse por sí solos el alimento. Las fieras que, una vez adultas, destrozan a los demás seres, son tan débiles al principio como una paloma recién nacida, y requieren tantos cuidados como un niño pequeño. En cuanto los dientes del león o del tigre cachorro han comenzado a crecer, permitiéndole morder la carne, sus padres le traen restos de animales para que empiece a ejercitarse y aprenda a tomar el alimento.

Ellos le enseñan a mordisquear la carne, jugueteando con ella como lo haría un perrito con un objeto cualquiera que le presentemos para azuzarlo. Lo que procuran los padres es que el pequeñuelo se entregue a toda clase de juegos que contribuyan a aguzar las uñas y los dientes, al par que desarrollan la fuerza muscular.