UNA CIUDAD DESTRUIDA POR UN VOLCÁN HACE 2.000 AÑOS


Nada hay en el mundo que deje un recuerdo tan vivo en la memoria del viajero, como esta ciudad que perteneció a una época remota. El espectáculo que ofrece se contempla con la duda retratada en los ojos, aun en el momento mismo de recorrer sus calles y detenerse en el interior de las casas; mas, después, al sentir en el espíritu todo lo que se ha visto de esa ciudad, que desapareció del mundo en una sola noche, se experimenta algo que traspasa los límites de la credulidad.

Hay en la tierra ruinas más nobles que las de Pompeya, cosas más admirables y más grandes en la historia, lugares que excitan la imaginación; pero en ninguna parte hay una extensión de ruinas tan bien restauradas a su primitivo aspecto.

Es ésta una ciudad de más de tres kilómetros de circunferencia, con calles, mercados y tiendas, jardines, plazas y monumentos, tan bien excavado todo, que si el propietario o inquilino de una de estas casas pudiese volver a la vida y lo dejasen en una de las tres puertas de Pompeya, recorrería el antiguo pavimento, a cuyo desgaste él contribuyó con sus contemporáneos hace ya 2.000 años, se encaminaría a su casa con toda tranquilidad y la reconocería perfectamente, y hasta en algunos casos podría guiarse por las pinturas, intactas todavía, de la puerta. Hallaría el piso de mosaico, casi tan nuevo como antes, en muchas de sus habitaciones; estatuas todavía enteras; las cañerías que conducían el agua a su cuarto de baño en su lugar; vería su baño en condiciones de admitir el agua, y otras cosas en tal estado, que ningún poder del mundo le haría creer que su casa había estado enterrada cerca de 2.000 años. Es muy difícil concebir otra cosa que, como Pompeya, tanto se resista a ser creída. Los más pequeños pormenores hanse conservado. Aquí, en una cocina, hay una cacerola sobre los carbones apagados que sirvieron para hervir agua, más de 1.400 años antes de que se produjera el descubrimiento de América.

Todo este conjunto de pormenores hace que nos parezca una ilusión la presencia muda y solemne de esta realidad que estamos viendo, y se nos haga difícil creer que, después de tan espantosa catástrofe, hayan podido conservarse tantas cosas, durante cerca de veinte siglos. Parécenos hallarnos transportados a “aquel terrible momento en que Pompeya escuchó su fatal sentencia”.

La arquitectura de esta vasta ruina es admirable. La frescura de algunos de los colores es tal, que no parece sino que las pinturas son de ayer. En todas partes se advierte el lujo más refinado, y hay aún una especie de atmósfera que parece venir de aquellos tiempos. Pero los kilómetros de ruinas, las espléndidas casas, magníficamente proyectadas, y propias para habitarlas un monarca, los famosos frescos y mosaicos, que en algunos casos son nuestro único medio para llegar a conocer los acontecimientos históricos, no son, con todo su valor y su enorme interés, lo que más impresiona de Pompeya. Considerada, en cuanto a su conservación, después de haber desaparecido de la superficie de la tierra durante cerca de veinte siglos, Pompeya no tiene rival. Conservada en grande y en pequeño, su identidad es fácil de establecer; pero Pompeya es única en el mundo, porque selló para siempre en la misma tierra la vida de un momento, perdida en las nebulosidades del tiempo. Recordemos un instante, no un período, no un día, ni siquiera una hora, sino un instante: pueden verse todavía, en alguna casa, el puchero colocado en el fuego, el pan a medio comer, la carne cocida para la comida y la llave aún en la cerradura.