Una ciudad adonde afluía la Roma elegante y rica de aquellos tiempos


Sería sobremanera interesante ver tal cual entonces era la ciudad en la cual los emperadores y políticos, los patricios y demás gente opulenta, poseían suntuosas villas y casas de recreo, las cuales ocupaban a veces toda una calle y estaban embellecidas con gran prodigalidad de pinturas y mármoles. Es grato detenerse a la puerta de una de aquellas mansiones y contemplar, en el mosaico que adorna el suelo, una pintura que representa un perro con la leyenda Cave canem (cuidado con el perro), al pie de la misma. Y no menos asombroso es el detenerse en el jardín de otra casa, con flores plantadas en el mismo sitio en que lo estaban entonces; con hermosas figuritas que se conservan enteras en el mismo sitio en donde sus antiguos dueños las colocaron; con el portal lleno de pinturas todavía intactas, con colores por todas partes, e imaginarse ver gente moviéndose de un lado a otro, y que el dueño de la casa está obsequiando a unos amigos, y que se halla uno entre los convidados. No hace falta una gran imaginación para reconstituir a Pompeya; porque si la imaginación no poblase aquellas casas y aquellas calles, las mismas piedras se quejarían. Una cosa hay que hacer, sin -embargo, antes de ir a dar una vuelta por aquellas calles destruidas; hay que visitar una y otra vez las salas del museo de Nápoles, en donde se ve reunido cuanto de hermoso y útil ha podido hallarse perteneciente a Pompeya. Hay allí una colección que hace excitar el espíritu más sombrío que haya vagado jamás maquinalmente por las salas de un gran museo. Aquí, mármoles, frescos; allí, estatuas, columnas, tumbas, que hicieron de Pompeya un hermosísimo sitio de recreo. Vense esculturas labradas en mármol, que parecen tan naturales como aquellos hombres y mujeres de piedra que todavía yacen en la ciudad muerta.

Centenares de objetos pueblan la grandiosa sala de la planta baja de este museo, casi todos de mármol o de bronce, y procedentes la mayor parte de las villas y templos, calles y plazas de esa ciudad desolada. Ni un solo rincón de Pompeya dejó de adornarse; asombra ver los espléndidos frisos de las arcadas, en donde se hacían compras y ventas; hasta el carnicero y el fresquero, con sus puestos junto al templo de un emperador, ejercían su comercio en medio de tantos tesoros artísticos. No es muy fácil comprender cuan rica hubo de ser esta ciudad hasta que se ha visto el museo, porque la costumbre en pasados tiempos fue llevarse a Nápoles todos los tesoros de Pompeya. La ciudad carece hoy de techumbres; es como una población en la cual el fuego ha consumido la mitad, mas ha dejado intactas muchísimas cosas de gran valor en el interior de las casas y en los patios.

Es muy lamentable que los tesoros de Pompeya no pueden ya volver a reunirse. ¡Cuántas de estas riquezas artísticas hubieron de ser destruidas en aquel año 79! ¡Cuántas y cuántas hubieron de llevarse los emperadores y papas para adornar sus palacios y las iglesias! ¡Y cuánto yace todavía enterrado, aguardando que el azadón lo devuelva a la luz del día!