ANÍBAL: Cómo atravesó los Alpes


“Yo era todavía un niño -le dijo una vez un exilado ilustre al rey Antíoco- cuando mi padre me llevó ante el altar de los dioses y me hizo prometer eterno odio a los romanos. En cumplimiento de este juramento, luché contra ellos durante treinta y seis años”.

Quien así hablaba era Aníbal, el hombre que condujo durante tres lustros un ejército aislado en Italia, sin jamás sufrir derrota ni motines; el hombre que atravesó los Alpes al frente de 60.000 infantes, 10.000 caballerías y varias decenas de elefantes, cumpliendo así una de las hazañas militares más portentosas.

Aníbal había nacido en Cartago, y cuando apenas contaba nueve años de edad, su padre, el gran Amilcar Barca, lo llevó a España, provincia entonces del imperio cartaginés; allí se inició en la vida castrense y fue testigo de los esfuerzos de su progenitor para dar forma al colosal instrumento bélico con el que se proponía asestar un definitivo golpe a la orgullosa Roma. Muerto Amilcar, su yerno Asdrúbal tomó el mando y gobierno de España. Después que éste pereció bajo el puñal del joven esclavo que lo atacó, el ejército aclamó a Aníbal, a la sazón de veintiséis años, como su jefe natural, y el Senado cartaginés ratificó aquella elección. Resurgía en el joven conductor el ardiente espíritu patriótico y la renovada firmeza del viejo jefe, incrementados por una mayor inteligencia.

Aparecía redivivo en el hijo el espíritu del padre, y como sucediera con Alejandro, el magno hijo de Filipo, continuaba un mismo pensamiento y se preparaba para ponerlo en ejecución con el auxilio de una capacidad militar extraordinaria. Si Alejandro tuvo poco de macedonio, porque las alas de un ideal lo hicieron campeón del mundo occidental, Aníbal, amamantado en el campamento de los mercenarios del monte Erecte, morador de Cartago sólo durante el breve período de la guerra inexpiable o de los mercenarios, y ausente de la cuna de sus mayores desde los años de la primera infancia, ningún recuerdo ni amor natural debiera haber guardado para con una ciudad que le era casi extraña. Sin embargo, su pasión fue política e ideal: había nacido soldado, y sus planes, concebidos en este orden, tendían como fin último al cumplimiento de aquel juramento de los años de niño: destruir a Roma e instaurar en Cartago un gobierno digno de la majestad de un pueblo regido sórdidamente, hasta entonces, por un grupo de comerciantes ricos.