Un factor desconocido provocó el fracaso de los planes anibálicos


Tal empuje vencería a la Naturaleza, pero no vencería a Roma; porque a los obstáculos naturales de cualquier orden pueden domarlos el coraje, la tenacidad, el genio del hombre; pero ante el ideal y la fuerza del espíritu flaquea y se agota todo poder humano. Aníbal pensaba combatir ejércitos; contaba, como capitán, con fuerzas y recursos hasta entonces nunca igualados en valor combativo; conocía las armas y la táctica del enemigo, y su mente había planeado el modo de vencerlos en batallas terribles. Pero Roma no era sólo una ciudad grande y extensa, como lo fueron Atenas, ¿usa, Jerusalén, Persépolis o la misma Cartago, ni Italia un imperio como el macedonio o el persa, el egipcio o el sirio: agregados heterogéneos de hombres sin vínculos ni amor patrio. El férreo lazo del espíritu hacía ya de todos los moradores de la península itálica, un pueblo. Aníbal fue a luchar contra los mejores ejércitos del mundo y a vencerlos. Y lo hizo. Pero no pudo derrotar a un pueblo.

El curso de la guerra habría de enseñarle esta verdad fundamental que ignoraba al comenzar las acciones, y su derrota final mostraría al mundo, en todo su esplendor, cómo en Roma surgía un organismo social y político absolutamente nuevo e irresistiblemente fuerte.

Ganaría batallas, sí; pero después de cada victoria se encontraría más vencido; y en el campo sembrado de cadáveres, la mayor parte de ellos romanos, se preguntaría a sí mismo qué especie de Alpes eran esas montañas de muertos en cuyas cuestas se erguían, a cada paso, nuevos picachos sin pasajes propicios que llevasen al seguro sendero del éxito. Esa cordillera inaccesible estaba compuesta por los montes ideales del patriotismo y de la abnegación cívica, y se coronaba en las alturas con la luz del derecho: era más alta que los mismos Alpes; se perdía en los cielos. Su mole y su dureza, la altura y la fuerza del pueblo organizado, fue lo que no pudo prever ninguno de los grandes capitanes forjados en la escuela de Alejandro, ni siquiera Aníbal, el mejor de ellos.

Porque ignoraba todo esto, el capitán marchaba confiado sobre montes y llanuras, y calculaba, con esa prudencia corta cuando mide el espíritu del hombre, qué elementos debía vencer, sin que visiones de ningún fantasma agitaran su alma, pues era escéptico, virtud o debilidad quizá de la mayor parte de los grandes guerreros. Por esto también los soldados iban alegres y llenos de confianza; y el ejército todo, formidable máquina bélica y pavorosa oleada por la presencia de las tribus celtas, se despeñaba irresistiblemente en la llanura del Po, arrastrándolo todo como un torrente. ¿Para qué -se habrá dicho- necesitaba conservar una base de operaciones en retaguardia y un camino abierto para la retirada? Roma podría armar medio millón de soldados, pero como general, ningún cónsul valía lo que él, Aníbal: conocía la táctica de la infantería romana, había estudiado los medios para inutilizarla y tenía la superioridad incontrastable que le daba la caballería númida, mucho más numerosa y más ágil que la de los caballeros romanos.