Una batalla nocturna en las blanquísimas alturas de los Alpes


Pero eran aves de rapiña las que coronaban las crestas de los montes: los alóbroges esperaban para atacar. El combate no podía eludirse, pues obligaba a ello ese mismo terreno peligroso, esa vereda angosta, cerrada a un lado por la montaña y abierta por el otro a precipicios sin fondo. Aníbal asentó allí sus tropas y envió patrullas de reconocimiento hacia las partes más altas. Aquel genio de la guerra no admitía ni que la Naturaleza pusiese obstáculos a sus propósitos. Cuando las sombras de la noche descendieron sobre las cumbres, ordenó atacar. La lucha se trabó encarnizadamente, en tanto el eco en la montaña multiplicaba los gritos de guerra y de muerte.

El sol del nuevo día alumbró a un tiempo los despojos de los vencidos y los preparativos de los victoriosos soldados cartagineses, en disposición de reanudar la marcha.

Descendió el ejército hasta Chambery, donde se reordenaron las filas, y luego marcharon durante cuatro días hasta llegar al cantón de los centrones, quienes vinieron a ofrecerles víveres de refresco en tanto preparaban una celada. Separado Aníbal durante toda una noche de la caballería y de los implementos y bagajes, fue atacado, y de nuevo salió triunfante de la asechanza; pero no pudo evitar la pérdida de muchos hombres y bestias, especialmente elefantes, víctima de los aludes que provocaban aquellos individuos empujando desde lo alto grandes rocas; rodaban éstas por las laderas de los montes, y arrastrando otras en su caída, chocaban con las columnas púnicas y lanzaban soldados y animales a los abismos, en terrible confusión.

Finalmente llegaron las huestes cartaginesas a las vertientes italianas, donde nace el río Doria; allí se detuvo Aníbal por espacio de dos jornadas. El frío era intensísimo, y el peligro de que los animales y hasta los hombres se helaran le hizo abandonar pronto el lugar, pues se insinuaban ya las grandes nevadas de otoño.

Como el torrente del Doria, así descendió sobre el valle el turbulento espíritu de la soldadesca; a mediados de setiembre el caudillo se hallaba al fin del otro lado de los Alpes, en la tierra de los salasios, que lo aclamaban como a su libertador.

La travesía de los Alpes había durado dos semanas, durante cuyo transcurso la mitad de los efectivos cartagineses, incluyendo la mayor parte de los elefantes, pereció devorada por los abismos. Cinco meses tenían andado desde la partida de Cartagena, a treinta kilómetros por día, siempre con las armas en la mano. La hazaña de Aníbal, cualquiera haya sido el ulterior resultado de la campaña, quedará por sí inscrita en los anales de los hechos militares como uno de los más extraordinarios de todos los tiempos. Habrían de transcurrir más de 20 siglos antes de que Napoleón Bonaparte la repitiera en el mismo terreno, y José de San Martín la igualara en la cordillera de los Andes. Pero, sin duda, en ambos capitanes estuvo presente la singular experiencia de aquel joven guerrero que por mantener el juramento hecho a su padre ante los dioses de la patria, combatió toda la vida contra Roma.