Un cuerpo de hierro y un alma de acero, templo de la voluntad victoriosa


Era celebrado el nuevo general sobre todo por sus dotes de valiente: en los fogones, contaban los soldados hechos de la niñez de Aníbal, y se conmovían y enorgullecían ante aquel relato, por ejemplo, que decía de la lucha de Aníbal niño con un águila en la cima del monte Erecte.

Ningún trato privilegiado, ninguna excepción de los más rudos deberes del soldado, se había permitido Aníbal: sufrió impasible las guardias y las vigilias, los fríos y los calores. Tenía un cuerpo de hierro y un alma de acero. Excedía a todos en los juegos deportivos militares; ágil y fuerte, a caballo era un verdadero centauro, y a pie corría como un gamo. Vestía como los soldados, pulía sus propias armas y dormía en un duro camastro. Los soldados lo adoraban y le obedecían ciegamente, con la confianza de los hijos en el padre.

Su cultura era también amplia, pues su padre Amílcar se preocupó de darle una enseñanza sobresaliente, al punto que pudo llamárselo maestro en todas las artes. Sabía hablar el latín y el griego, además de la propia lengua púnica; conocía la historia de las guerras de Alejandro y de Pirro, y mucho de la historia más remota que le enseñara su amigo y pedagogo Sósilo de Esparta. Bajo el gobierno de su cuñado Asdrúbal fue comandante de la caballería, y en calidad de tal emprendió varias acciones bélicas contra las indomables tribus iberas; de todos esos lances difíciles y peligrosos nunca salió malparado, pese a su extremada juventud.

Fruto de la educación heleno-cartaginesa, fue su carácter a la vez cauteloso y enérgico, discreto y entusiasta, pérfido y atrevido, franco y disimulado, cruel y generoso, según las ocasiones y peripecias. Sabía conocerse, contenerse y dirigirse: en el dominio de sí mismo poseyó la suprema sabiduría.

Siempre consciente del fin perseguido, tuvo como ninguno la habilidad de dar con los medios y el camino apropiados para realizarlo; desde el punto de vista exclusivamente militar, hizo suyo el secreto de lo que, en este caso, podríamos bien llamar el “arte de la guerra”; construyó una formidable maquinaria bélica, explotando al par que los propios recursos los odios sempiternos contra Roma. Destruirla era la primera mitad del plan, conforme al juramento que hiciera a su padre. Así que se halló en posesión absoluta del mando, resolvió sin pérdida de tiempo embarcarse en tan grande como temeraria aventura.