EL CONTINENTE AFRICANO


Mucho ha avanzado el hombre en el conocimiento de su mundo, y hasta de los vecinos, en la primera mitad del siglo xx. Empero, hay palabras que siempre evocarán el misterio y la aventura, que siempre ejercerán una magnética atracción sobre el ansia de andar nuevos caminos, tan propia de los jóvenes y de muchos hombres mayores, jóvenes espiritualmente. Una de esas palabras es África, el Continente Negro; África, la tierra del sol ardiente, la vegetación lujuriosa, los animales feroces y exóticos, los hombres negros, de ritos idólatras y ritmos agotadores. África, todo un mundo sorprendente, que a principios del siglo xx era aún casi desconocida, salvo el valle del Nilo y las costas. Es que la configuración del litoral africano parece querer impedir la entrada, en vez de abrirla a la penetración marítima: es duro, arisco, sin entrantes; las bahías y los golfos acogedores, o las desembocaduras de ríos navegables, son escasísimos en África. Las cifras comparativas nos ilustrarán mejor: Europa tiene apenas diez millones de kilómetros cuadrados de superficie, pero sus costas alcanzan los 100.000 kilómetros de longitud; África, en vez, con treinta millones de kilómetros cuadrados, sólo posee un perímetro costero de 25.000 kilómetros.

En nuestros días las expediciones al interior del continente africano se multiplicaron, y todos los recursos técnicos y artísticos de la cinematografía fueron puestos al servicio de la empresa de dar a conocer las veladas magnificencias del Congo, el bajo Sudán o los eriales de El-Ahaggar. El cinemascope nos ha permitido apreciar, casi como si estuviéramos pisando su ardiente suelo, el paisaje personalísimo de África. Más de una vez hemos visto reflejados en la pantalla la caza del elefante, el ataque de los leones al veloz antílope, el achaparrado arbolillo apeadero de buitres, tan específicamente africano; hemos visitado la aldea de los pigmeos y los poblados de los gigantescos zulúes, aquellos vigorosos y tremendos guerreros que un día soñaron con imponer su dominación sobre todo el continente, y fueron despertados por el tronar de los fusiles europeos.

Pero el cine no nos puede dar sino la imagen fría, por más perfección que se alcance en la película. Hacen falta, para vivir la experiencia africana, el calor, el sol, la música enervante que vibra en el ambiente; percibir los aromas y los tufos propios de su vegetación, de sus hombres y de sus bestias. Sentir el influjo telúrico que ha instado a regresar a muchos europeos, como Livingstone y el filántropo Alberto Schweitzer, subyugados, catequizados, por la tierra virgen y los hombres ingenuos.

Por su extensión, el continente africano es el tercero en importancia, inmediatamente después de Asia y América. En cuanto a su forma, ha sido comparado a un cráneo con la faz vuelta hacia Oriente, o a la cabeza de un rinoceronte; la distancia entre los dos puntos extremos del eje norte-sur es dos veces mayor que la del eje este-oeste. Con cierta superficialidad, algunos han dicho que África es la mayor isla del orbe desde que en 1869 se excavó el canal de Suez; ello es inexacto, por cuanto el corte del istmo, teniendo en cuenta su profundidad en relación a la altura de la plataforma continental africana, es similar al que produciría apenas el raspón de un alfiler en la corteza de una naranja. En verdad, geológicamente, Asia y África se hallan soldadas por el istmo de Suez, y como a ¿u vez Europa y Asia forman una sola enorme masa, si nos atuviéramos a la realidad física más estricta, deberíamos considerarlas un solo continente, el eurasiafricano, tal como algunos geógrafos proponen.