UN TREN ES UNA GRAN MARAVILLA

Contadas serán las personas que no se hayan detenido alguna vez a contemplar el paso de un tren rápido en algún apartado y tranquilo rincón, lejos de la ciudad. Difícilmente puede el hombre imaginarse espectáculo más emocionante que el de ver por la noche pasar un tren a toda velocidad, envuelto en una nube luminosa, cual monstruo, dueño de toda la tierra. El tren que vemos partió de alguna populosa ciudad, y corre atravesando pueblos y aldeas, pasando sin pararse por en medio de grandes hornos de fundición, de fábricas, cruzando praderas y campos, para ir a hundirse allá lejos, en otra ciudad.

Este tren, maravilla del mundo, que tantas y tantas veces nos ha llenado de admiración, constituye uno de los mayores triunfos del ingenio y de la labor de los hombres.

A un gran pensador francés, Dionisio Papin, al fijarse en el vapor que se escapaba de una marmita llena de agua hirviente, se le ocurrió pensar qué aplicación podría darse al vapor aquel que se perdía inútilmente. A él y a Jaime Watt, que perfeccionó tal descubrimiento, somos todos deudores del gran cambio que han sufrido la vida y las costumbres del mundo civilizado con la invención de la máquina de vapor.

En el transcurso de sus viajes, tal vez no habrá pensado nunca el lector que, mientras se halla cómodamente instalado en su asiento, existen muchos hombres constantemente dedicados a procurarle un viaje feliz y sin accidentes desagradables. No basta que el maquinista vigile sin cesar, ni que el fogonero conserve vivos los fuegos; si no hubiera muchas otras personas ocupadas en múltiples trabajos tan necesarios como los dos mencionados, nunca llegaría el tren al término de su viaje. Los encargados de las señales deben estar siempre alerta. Los peones de vía deben continuamente vigilar la porción de ella que les está confiada. Los guardabarreras cuidan de que las vallas y rejas estén en la posición debida al paso de los trenes. Los guardagujas, de que los desvíos se hallen bien. El empleado que combina los horarios tendrá escrupuloso cuidado de que nunca dos trenes se encuentren en el mismo lugar al mismo tiempo. El personal de estaciones debe estar siempre en su puesto a la llegada de los trenes. Alguien debe cuidar también de que los túneles estén libres, de que los puentes reúnan condiciones de seguridad, de que las locomotoras encuentren provisión de agua en los puntos en que se necesite; en fin, los más pequeños detalles de una línea férrea en explotación deben ser objeto continuamente de minuciosos cuidados.

De este modo se emplean cientos de miles de hombres que no descansan ni un momento en su vigilancia; que escuchan, piensan, escriben, telegrafían, corren y se ocupan en una variedad inmensa de trabajos: todo ello para que podamos ir en tren con seguridad y lo más cómodamente posible.

Hace cien años en América no existía ningún ferrocarril, y aún hay personas que nunca han viajado en tren y hasta algunas que ni siquiera lo han visto una vez. El ferrocarril es todavía joven, pero su desarrollo ha sido muy rápido, debido a que es lo primero que el hombre necesita cuando un país empieza a desarrollarse. En la superficie de la tierra continuamente hay millares de trenes en movimiento, y maravilla el pensar que la fuerza que los mueve es en principio la misma que levanta la tapa de la olla con agua hirviente.