Elías Howe ideó la primera máquina de coser realmente práctica


El honor de producir la primera máquina de coser realmente práctica pertenece a Elias Howe, humilde mecánico de una pequeña ciudad de Massachusetts. Cuando tenía veintiún años, se le ocurrió la idea de construir una máquina que pasara el hilo de un lado a otro a través de la tela y que lo afianzara una vez pasado. Como no tenía dinero para los experimentos, sus ensayos fueron necesariamente muy limitados, hechos en la buhardilla en que vivía.

Un día, no obstante, Howe fue a vivir con un antiguo condiscípulo llamado Fisher. El joven inventor hablaba con entusiasmo de su nueva idea y creía que si tuviese dinero seguramente lograría su intento. Fisher le ofreció un préstamo de 500 dólares, para ayudarle a llevar a cabo sus planes, haciendo un convenio según el cual debía recibir la mitad de los beneficios si la invención resultaba de éxito. El uno aportaba la idea y el otro el dinero, y de este modo en abril de 1845 terminaron la primera máquina de coser realmente práctica.

Sumamente complacido por su éxito, y seguro en absoluto de su posición, Howe empezó a proclamar su invento, desafiando a cinco de los más expertos cosedores a mano de una gran fábrica de ropa de Boston. Howe se comprometía, atrevido, a coser cinco tiras de tela con su nueva máquina antes de que ninguno de los cosedores hubiese terminado una. Su desafío fue acogido con despectivas carcajadas. Los cosedores sonreían, confiados, al comenzar la apuesta. No obstante, sus sonrisas se desvanecieron bien pronto. Se inclinaban frenéticos sobre su labor, esforzándose en avanzar con rapidez; pero la máquina los aventajaba constantemente, y terminó antes de que los cosedores se dieran cuenta de lo que había sucedido. De la muchedumbre de trabajadores que estaban allí reunidos presenciando la apuesta, comenzó a levantarse un murmullo de indignación, el cual poco a poco se convirtió en un ronco y siniestro clamoreo. “¡A romper la máquina! ¡A romper la maldita máquina! ¡Quitará el pan a muchos honrados trabajadores!”

Con gran dificultad logró Howe, por fin, escapar de esta multitud airada, llevando su máquina bajo el brazo.

Durante los cinco años siguientes Howe hubo de sufrir pobreza y de luchar mucho. Él y su socio patentaron la máquina, y por algún tiempo recorrió Howe el país exhibiéndola en las ferias por un derecho de entrada insignificante. La gente acudía en gran número a ver el “ingenioso juguete”, pero nadie creía que pudiera realmente hacer un trabajo útil. No consiguiendo que fuera reconocida su utilidad en Estados Unidos, en 1846 pasó Howe con su máquina a Gran Bretaña. Allí un fabricante de corsés, de Londres, compró el derecho de patentarla y contrató los servicios del inventor, a razón de tres libras esterlinas por semana. Howe no logró hacer lo que el fabricante deseaba, y, después de gastar una gran cantidad de dinero en experimentos, el corsetero abandonó la empresa, disgustado. Howe quedó así desamparado de nuevo y volvió a América más pobre que nunca, dejando en Gran Bretaña la máquina empeñada, a fin de obtener dinero con que pagar su pasaje. Y, sin embargo, “había en ella millones”.

Una vez vuelto a Estados Unidos, halló a no pocas personas ingeniosas ocupadas en producir o en ensayar máquinas de coser, algunas de las cuales infringían los derechos de la patente sacada por Howe. Tras lamentable y desesperante demora, consiguió éste reunir el dinero necesario para redimir su máquina empeñada en Gran Bretaña, y empezó entonces a denunciar a todos los que usurpaban su patente. Gastó largos años en reñidos y costosos pleitos, pero al cabo ganó, y le fue reconocido el derecho a percibir los honorarios de inventor, o un porcentaje en las ganancias de las varias sociedades fabricantes de máquinas de coser. Después de su pobreza y de su valerosa lucha contra toda clase de dificultades, el dinero comenzó a afluir, y Howe vivió en lo sucesivo afortunado y rico.