Lo que debe el mundo a un pobre mecánico de Boston


Entretanto, hábiles mecánicos ingleses y norteamericanos estaban ocupados en simplificar la máquina de coser entonces existente, y haciendo todo lo que les era dable para que la invención resultase práctica.

La máquina de coser era todavía pesada y torpe cuando Isaac Singer, pobre mecánico empleado en un taller de Boston, puso la mano en ella. Un día que Singer estaba trabajando, trajeron una máquina de coser al taller, para su reparación. El joven mecánico examinó con suma atención su voluminoso y pesado mecanismo, y se quedó pensativo un momento.

“Creo que yo podría hacer una máquina de coser mejor que ésta”, exclamó con profunda convicción.

Desde aquel momento la fantasía de Singer diose a soñar, y el objeto de sus ensueños era una máquina de coser, una máquina que cosiera con maravillosa facilidad y rapidez. Lleno de entusiasmo, indujo a otros dos trabajadores de Boston a contribuir en su prometedora empresa. Uno le dio todo su capital (cuarenta dólares) ; el otro le permitió usar sus herramientas y su taller.

Día y noche trabajaba Singer sin descanso, tratando de realizar su admirable idea; trabajaba fuera de sí, febril, porque el tiempo apremiaba, y “o se construía la máquina con los cuarenta dólares o habría que desistir de la empresa”.

Llegó, por fin, el momento decisivo. Una bochornosa noche del mes de agosto, en un cuartito de una calle interior de Boston, se encontraban tres personas, tres hombres que tenían todos sus bienes invertidos en la pequeña máquina que estaba sobre una mesa, delante de ellos. ¡La hora del ensayo había llegado! La máquina había sido montada aquel día y la tenían ante sí, completa hasta en sus menores detalles. La esperanza, el ansia y el temor se veían luchar en los rostros de aquellos hombres, cuando se inclinaron hacia la máquina, entrecortado el aliento. Singer ajustó cuidadosamente el mecanismo. Hizo funcionar la rueda transmisora del movimiento; pero, en vano, ¡la máquina no andaba!

Primero uno y luego el otro, abandonaron sus compañeros al inventor, dejándolo agobiado por su fracaso, solo en el taller, a medianoche. Tal era el final de todos sus sueños: una masa inútil de hierro y acero, una máquina que jamás trabajaría. No obstante, la idea era buena. Quebrantado por la ansiedad y la falta de descanso, pero sostenido por una fe tenaz, continuó Singer trabajando en su máquina. Por fin, rendido de cansancio y medio aturdido por el sueño, volvió la espalda a sus doradas ilusiones, y marchó a su casa, cuando ya comenzaba a lucir la luz de la mañana. A mitad del camino, se detuvo de pronto. ¡Aguarda! ¡aguarda! ¡Bien podría ser esto! ¡Al fin, había logrado resolver el acuciante problema!

“Las gazas sueltas del hilo se encuentran todas en la parte superior de la tela”, se dijo.

Con la rapidez del rayo conoció cuál era el defecto. Su avisada inteligencia lo vio y comprendió en un instante. Volvió corriendo a su taller. Con dedos temblorosos encendió otra vez la lámpara. Apenas podía respirar, dominado por la fiebre, cuando se inclinó sobre su máquina. Con gran cuidado ajustó un delicado tornillito de tensión. ¡Y pocos momentos después la máquina de coser de Isaac Merritt Singer trabajaba perfectamente!

Después de tantos desvelos y preocupaciones, el inventor había llegado a la concreción de sus anhelos.