Millones de tiernos robles perecen en la lucha por la tierra


De los miles y miles de bellotas que produce un roble si el año es favorable, gran número de ellas jamás germinan porque se las comen los jabalíes, cerdos, ciervos, ardillas y ratones, auxiliados por varias grandes aves. A pesar de ello, si a fines de la primavera recorremos un robledal, veremos infinidad de plantitas, que tienen sólo algunos centímetros de altura, rodeando los añosos árboles. Muy pocas de entre esas plantitas terminarán el año, pues serán atacadas por ciertos insectos aficionados a sus tiernas hojas, sin contar los roedores que con sus dientecillos triturarán las raíces; de manera que las únicas bellotas que tienen alguna probabilidad de convertirse en árboles son las que dejan caer los cuervos u otras aves en campo abierto o en los setos, o bien las que se producen en algún rincón solitario del bosque. Este número prodigioso de bellotas no tiene otro fin que el de asegurar la continuidad de la especie de la cual proceden.

Cuando el hacha del leñador derriba uno de esos añosos árboles, o en una tempestad lo destruye el rayo, queda libre en el bosque un gran espacio al que antes daban sombra las ramas de aquél. Miles de bellotas germinarán allí, produciendo tiernos vástagos, los cuales, oreados por el viento y bañados por la luz del sol, que bajo las frondosas copas les habría faltado, crecerán con mayor vigor y lozanía.