Juan Jacobo Rousseau, El hombre contradictorio que más influyó en el pensamiento moderno


Pocos hombres han tenido tanta influencia sobre el pensamiento moderno como Juan Jacobo Rousseau, y, sin embargo, pocos han llevado una vida tan agitada y tan contraria a las ideas que expresaron como este pensador ginebrino. Quizás se deba todo a que la esencia de su carácter era la contradicción. Reclamaba la amistad, y era incapaz de conservar los amigos; adoraba la independencia, y vivía de la hospitalidad ajena, los regalos y los favores, los que aceptaba como si fueran un derecho; condenaba a la aristocracia y no podía pasar sin la compañía de los aristócratas. Sus Confesiones mezclan el candor con la arrogancia, las revelaciones sobre terceros más comprometedoras, con las excusas mejor apañadas.

Este hombre singular, que tanto habría de influir a través de sus escritos en la mentalidad política, social y educacional del siglo xix y principios del xx, había nacido en Ginebra, Suiza, en el seno de una familia de respetados ciudadanos. Huérfano de madre desde su nacimiento, el padre lo abandonó cuando contaba diez años, y su educación fue encomendada por un tío al pastor protestante de Bossey. Un domingo por la tarde Juan Jacobo salió a pasear por el campo; cuando volvió, las puertas de la ciudad estaban cerradas, y puesto que su tutor lo había golpeado en otra ocasión semejante, el niño se refugió en la casa del sacerdote católico del pueblo vecino. Enviado a un colegio para jóvenes venidos del protestantismo, se convirtió a los nueve días al catolicismo y entró como lacayo al servicio de una familia noble donde no debía permanecer mucho tiempo. Desde entonces, su vida será la de un andariego que se asienta de tanto en tanto en las casas de los nobles para disfrutar del sosiego del campo, que siempre proclama amar, pero que vuelve, inestable, a los caminos, como cambia por los mismos motivos las convicciones religiosas y las amistades personales.

Aunque Rousseau se preocupó toda su vida del problema de la educación, no puede considerárselo un educador como lo son Pestalozzi o Decroly. Es más bien un filósofo como Montaigne a quien tanto debe. Por eso sería un error buscar en su obra técnicas pedagógicas concretas. El propio Rousseau nos advierte en varias ocasiones que se ha “contentado con exponer principios” y que su designio “no es entrar en detalles, sino exponer solamente máximas generales”. El Emilio, una novela educacional, es su obra pedagógica más conocida. Escrita con un estilo cautivante y elocuente, la obra se lee, aún hoy, con gusto, a pesar de los años transcurridos. No es posible exponer en breve síntesis ni discutir detalladamente la filosofía de la educación de Juan Jacobo. Tres son, sin embargo, los postulados esenciales del sistema, los que por otra parte son los principios del autor que más se han difundido en el pensamiento moderno. El primero afirma que la naturaleza humana es buena, porque es de origen divino. Pero en la realidad esta naturaleza, a la que Rousseau no se cansa de exaltar, es rápidamente pervertida por el pecado social. Y esto nos lleva al segundo tema roussoniano: la sociedad actual es mala. La educación del niño se debe, pues, realizar al margen de la vida social. Finalmente, para Rousseau, la libertad es la obediencia absoluta a las leyes de la ciudad, y, en consecuencia, la educación se ha de proponer inculcar en el niño las convicciones de que tendrá necesidad en su vida ciudadana. La vigilancia y la inclusión del educando en un grupo cerrado son las perspectivas en que debe encuadrarse la obra educadora.