Toma de Constantinopla y últimos oficios cristianos en Santa Sofía


Las ruinas de las murallas de Constantinopla dan una idea de cuan fuertes eran las defensas cuando Constantino XI, el último emperador, combatió valerosamente en la brecha contra Mohamed II. Sabía que se aproximaba el fin, y a medianoche había comulgado en Santa Sofía. Después, tras breve descanso, montó a caballo y, entre los lamentos del pueblo, se dirigió al sitio del peligro. Al poco tiempo los sitiadores pasaron sobre su cadáver para entrar en la ciudad. Las calles estaban desiertas, porque el pueblo se había congregado en la famosa basílica, donde orando esperaba de un milagro su salvación; pero bien pronto llenó la ciudad el lamento de los infelices que eran conducidos a la muerte o a la esclavitud, y pocas horas después de los oficios divinos, en que había comulgado Constantino, la voz de un almuecín mahometano resonaba estentórea en el gran templo clamando: “Alá es grande y Mahoma su profeta”. Era el 29 de mayo de 1453.

Aún perdura la grandeza de Santa Sofía, y muchos de sus bellos mosaicos hablan todavía de su pasado cristiano, aunque ya lleva más de cinco siglos como mezquita musulmana.

Durante los años que siguieron a la toma de Constantinopla, la media luna otomana brilló triunfante sobre un vasto imperio desde el Danubio al Eufrates, desde el Caspio hasta el estrecho de Gibraltar. La disciplina y unidad de miras de los mahometanos prevalecieron contra la desunión y rivalidad de los príncipes cristianos. No faltaron entre ellos actos heroicos, y hubo terribles rebeliones y matanzas; pero tan hondas eran las divisiones entre los gobernantes occidentales, tan intenso el odio entre las iglesias romana y griega y entre católicos y protestantes, que no sólo no se unieron contra los mahometanos sino que muchas veces los príncipes cristianos se aliaban con ellos para combatir a pueblos de su propia religión.