Portugal luchó largamente por su independencia


Ya desde entonces no hubo manera de resistir, y Lusitania quedó sujeta al yugo de Roma. No puede decirse que no procurara ésta atraerse a aquella importantísima provincia, que se vio particularmente favorecida con la creación de numerosas ciudades; pero jamás tascó Portugal el freno y siempre se mostró impaciente por recobrar su independencia.

 

Hasta promediar el siglo xi corrió Lusitania igual suerte que el resto de la península, salvo la importante excepción de haber sido apenas hollado su suelo, especialmente en el Norte, por la invasión sarracena, en lo cual hubo de distinguirse de los otros reinos españoles. Así las cosas, arrojó el rey de Castilla, Fernando I el Grande, a los moros que ocupaban, más o menos precariamente, los territorios al sur del Duero. Disponían entonces los reyes de sus Estados como si fueran patrimonio suyo, y de ahí que, en vez de ir reuniendo bajo un solo cetro los territorios que conquistaban, repartíanlos entre sus hijos. Fernando llegó a ser dueño de Castilla, León y Galicia; pero en lugar de unirlos para formar un solo reino, los dividió entre sus hijos; así correspondió a don García, rey de Galicia, el Portucale, o sea el susodicho territorio al sur del Duero (1065).

Esta situación se prolongó por varios años, hasta que, bajo el reinado de Alfonso VI, creyó justo éste, en pago de servicios y como dote de su hija doña Teresa, casada con el príncipe Enrique de Borgoña, que había venido a prestarle auxilio, cederle a título de condado feudatario de Castilla el Portucale o Terra Portucalensis. Eran ambiciosos los cónyuges y sólo pensaron, desde el primer momento, en proclamarse independientes, por lo cual no vacilaron en atacar a los soberanos de Castilla, procurando arrebatarles plazas y fortalezas. La hostilidad no cesó durante los reinados de doña Urraca y de su hijo Alfonso VII, el emperador. A raíz de la batalla de Ourique (Alemtejo), en la que Alfonso Enríquez, hijo de Enrique de Borgoña, venció a los musulmanes, el primero fue proclamado rey de Portugal por sus soldados, y tomó por escudo cinco escuditos azules en campo de plata, cada uno con cinco róeles llamados quinas. Y por rey quedó, a pesar de las protestas del de Castilla y de León (1139).

No se durmió Alfonso I sobre sus laureles, sino que, prosiguiendo la guerra contra los muslimes, les arrebató las plazas de Santarem y Lisboa. Reconocido rey por la Santa Sede, erigió una orden religioso-militar en Évora, llamada después de Avís (1162). Cuarenta y seis años reinó Alfonso I, durante este largo período no cesó de dar pruebas de su pericia en los campos de batalla y de su habilísima diplomacia; así pudo, al fallecer en 1185, dar por sólidamente establecida la monarquía que fundara a fuerza de tesón y acertada política.

Apenas proclamado rey, se había apresurado Alfonso Enríquez a celebrar Cortes en Lamego, ciudad entre la sierra de Peniche y el Duero, las cuales promulgaron una constitución en virtud de la cual la autoridad del soberano quedaba no poco restringida, y que Alfonso I juró mantener por sí y sus descendientes.

Sucedió al glorioso vencedor de Ourique su hijo Sancho I (1185-1211), quien saneó la administración, pobló las tierras limítrofes con el vecino reino leonés y levantó gran número de magníficos monasterios que constituían, no solamente otros tantos focos religiosos, sino también apreciables centros de civilización.

Aparte de esto, continuó la empresa de la reconquista del territorio invadido por los moros, en cuyo empeño le auxiliaron unos templarios que, procedentes de Tierra Santa, habían desembarcado en Lisboa y con cuyo concurso rescató la plaza de Silves.

Falleció Sancho en 1211, y ascendió al trono Alfonso II, cuyo mayor timbre de gloria fue la victoria alcanzada sobre los moros en los campos de Alcacer, cerca de Palmella (1217). Restablecidas las buenas relaciones con Castilla y León, envió en auxilio de Alfonso VII un brillante ejército, que peleó con grande arrojo en la batalla de las Navas de Tolosa, donde fueron vencidos los almohades.

Fuera de eso, el reinado de Alfonso II da asaz motivos para ser censurado, pues, sin respeto a la voluntad de su padre, arrebató a sus tres hermanas los Estados que les había legado aquél. Indignados, los nobles salieron en defensa de las infantas, en cuyo auxilio acudió también Alfonso IX de León; intervino el papa Inocencio III, y como no cediera, le excomulgó. Pero no pararon en eso las discordias, sino que surgieron también entre él y su esposa, oscureciendo tales hechos la memorable victoria de Alcacer, obtenida sobre los infieles.

Heredó a Alfonso II su hijo Sancho II conocido con el mote de El Encapuchado, por haber querido su madre que llevase, cuando niño, la cogulla de los frailes. Glorioso fue su reinado en punto a las conquistas que llevó a cabo, pues ensanchó los límites de Lusitania hasta sus actuales fronteras, excepto el Algarve, pero no pudo ser más funesto su gobierno interior. Juguete de su tío Fernando y de su esposa, María López de Haro, ofendió gravemente al pueblo, al clero y a la nobleza. El episcopado, muy poderoso e influyente, entendía que la circunstancia de ser la monarquía desde Alfonso I tributaria de la Santa Sede, eximía de pechar a las mitras, a lo cual se opuso Sancho II, y obligó a los obispos a pagar los impuestos que creía legales.

Los prelados acudieron entonces a Inocencio IV (1245), quien, accediendo a su demanda, relevó a los portugueses de toda obediencia a su rey, usando centra él los más violentos términos.

La decisión del Papa produjo inmediato efecto; las Cortes declararon destronado a Sancho II, quien se vio obligado a refugiarse en Toledo, abandonado de su mujer, la cual se retiró a Galicia; y fue proclamado en su lugar su hermano Alfonso III (1246).

A pesar de haber prestado el nuevo rey juramento de gobernar bien el reino, frente al legado pontificio presente en las Cortes, no escapó de las iras de la Santa Sede. Estaba casado el monarca con Matilde, condesa de Bolonia, y a pesar de los sagrados lazos que con ella había contraído, se atrevió a tomar por mujer a otra, Beatriz de Guzmán, hija de Alfonso X de Castilla, el Sabio. Requerido por el Papa a que se separara inmediatamente de ésta, y como se negara a obedecer, quedó intimada contra él la excomunión. Cuando falleció, sin sucesión, Matilde, en 1262, levantóle el papa Urbano IV el entredicho a Alfonso II y ordenó que fuesen tenidos por legítimos los hijos habidos de la castellana.

Es de creer que influiría no poco en la decisión pontificia el rey D. Alfonso el Sabio, quien profesaba el más entrañable afecto a su nieto D. Dionisio, primogénito de Alfonso III, y a tal extremo llegó en su cariño que cedió a su yerno el reinado del Algarve, para sí y sus sucesores.