Las distancias, el alojamiento y el placer de la mesa


París ha precedido a todas las demás ciudades del mundo en el establecimiento de medios de transporte colectivo. Ya en el reinado de Luis XIV, en 1662, había carrozas de alquiler, y de aquella época datan también los primeros ensayos de instalación de un servicio regular de ómnibus, tirados por caballos, que en 1827 funcionaba ya con éxito. En nuestros días, los medios más cómodos, rápidos y relativamente económicos son los ómnibus automotores y el ferrocarril metropolitano, eléctrico y subterráneo en la mayor parte de su trazado. Los parisienses lo llaman simplemente el metro; recorre todo el subsuelo de París, formando una verdadera red que cruza varias veces bajo el lecho del río Sena. Las vías están tendidas en un túnel de siete metros y medio de ancho; en algunos trechos, escasos por cierto, corren sobre viaductos. Anchas escaleras, a veces móviles, descienden hacia las estaciones. En otras, que se hallan a gran profundidad, se emplean ascensores para subir y bajar. El metro permite trasladarse a cualquier punto de la ciudad mediante combinaciones que no exigen efectuar un nuevo pago al pasar de un tren a otro; el primer billete abonado autoriza la realización de cualquier número de viajes siempre que no se salga a la superficie. Este medio de transporte permite residir en cualquier barrio de París, pues con él las distancias se salvan rápida y seguramente.

El viajero puede, en consecuencia, buscar alojamiento tanto en los hoteles más lujosos y distinguidos, que se levantan en los alrededores de la plaza Vendóme y de L'Étoile, como en los más modestos, sin verse obligado por ello a sufrir demoras por falta de medios de transporte.

La cocina parisiense no tiene rival; se puede afirmar que todos los restaurantes hacen maravillas gastronómicas dentro del precio que se abona; por otra parte, los hay para todos los bolsillos y para todos los estados de ánimo. Si la cocina parisiense ha ganado una justa reputación para Francia, la atención al cliente no lo ha hecho menos; la vajilla, las flores en casi todas las mesas y los mejores vinos y licores logran, con los exquisitos platos, que la hora del almuerzo o de la comida transforme el momento de reponer fuerzas en un deleite espiritual. Por medio de la mesa de Brillat Savarin, París ha logrado en favor de Francia más que toda la diplomacia francesa, con estar reconocida en todo el mundo como excepcionalmente fina y culta.