Un río que corre en un desierto entre altas orillas de arena


A ambos lados del río, detrás de la pequeña faja cultivable que se prolongaba a lo largo de la corriente, se perdía la vista en la inmensidad de las arenas del desierto. Algo más lejos cambiaba el aspecto de sus riberas, que estaban formadas por enormes rocas, entre las que la barca se deslizaba en medio de un gran silencio.

Por fin el hielo, cortando el paso a la embarcación, obligó al explorador a emprender el viaje por tierra, no menos peligroso y atractivo, a la vez, que el que hasta entonces había efectuado. Así, pues, procedióse a cargar sobre camellos las provisiones de boca y bagajes del explorador. Igualmente se proporcionó nuestro viajero caballos y mulos para él y los indígenas que formaban su escolta y que lo guiaban por el país.

Al cabo de unos días había recorrido casi 300 kilómetros por aquel desierto, teniendo que resistir las tempestades de arena, efectuar penosas ascensiones por las dunas de suelo movedizo, aguantar el frío intenso que penetraba en los huesos, y luchar con la escasez de provisiones, además de otras mil penalidades.