La amenaza del peligro otomano sobre el gran imperio de occidente


Mas no sólo las guerras hegemónicas hubieron de dar ocasión y glorioso lustre a los famosos tercios españoles, que durante más de un siglo constituyeron la más bizarra infantería de Europa: un peligro de envergadura cernióse sobre toda la civilización occidental cuando Solimán el Magnífico, en la cumbre de su poderío, decidió tentar la conquista de Europa. Carlos V, estadista preclaro, asignó a la lucha el justo y capital valor, y empeñó todos los recursos de su dilatado imperio y de su genio guerrero para frenar la expansión otomana.

Casi toda Europa se alineó tras los estandartes de España y Alemania, que, las primeras, ofrendaron la sangre de sus hijos y el oro de sus arcas para salvar la civilización cristiana. Francisco I de Francia, obcecado por su afán de destruir el poderío hispánico, pactó alianza con el Sultán, cuyas tropas llegaron hasta Viena, ciudad a la cual sitiaron (1529), hasta que los tercios hispano-flamencos del emperador obligaron a los turcos a emprender la retirada.

Otro conflicto, de naturaleza tan distinta del anterior como de las guerras nacionales, fue el planteado por las luchas de religión, iniciadas en los estados alemanes al difundirse la reforma luterana; Carlos V, digno nieto de los Reyes Católicos, combatió el cisma desde sus orígenes: su proposición de reunir un concilio para dilucidar las diferencias dogmáticas -no aceptada por el Papa, que temía ver plantearse nuevamente la cuestión de si la autoridad del concilio era o no superior a la del Pontífice- pudo ser entonces base para una solución. Posteriormente, cuando dicho concilio se reunió en Trento, hacía ya más de un cuarto de siglo que el protestantismo existía y cobraba vigor en Inglaterra, Flandes, además de algunos de los Estados alemanes. Con todo, una vez que la autoridad religiosa dispuso la lucha contra el cisma, Carlos V desenvainó la espada en apoyo de la fe de sus mayores, que era la propia. La página más brillante de esas guerras fue la que escribiera su genio militar en la famosa batalla de Mühlberg, una de las más gloriosas de toda su vida.

Carlos V fue un monarca que puso su vida al servicio de grandes ideales, que muchas veces exigían sacrificios notables a los pueblos integrantes de la Corona imperial; entre ellos, Castilla fue uno de los que más estrechamente se ligaron a las empresas del soberano, de modo que aquella impresión de desafecto que prevaleció a poco de presentarse el rey-adolescente a recoger la herencia de sus abuelos, se transformó poco a poco en entrañable adhesión. No asombrará, entonces, saber que el reino de Isabel la Católica fue el que contribuyó en mayor escala a solventar las erogaciones gigantescas que las guerras de Carlos V ocasionaron; América, joya de la corona castellana, también ofrendó su parte, y no menguada por cierto.

España, eje de la política imperial del emperador de Occidente, “en cuyos dominios no se ponía el sol”, debió pagar posteriormente el extraordinario esfuerzo realizado entonces, y ya en los años del reinado de don Felipe II el Prudente hubo de renunciar a la hegemonía europea que otrora mantuviera con firmeza.

Carlos V abdicó en 1556. En manos de su hermano el archiduque Fernando de Austria dejó el cetro imperial alemán, y en las sienes de su hijo, Felipe II, la corona de España. En la ceremonia desarrollada un año antes en Bruselas, al abdicar la soberanía de los Países Bajos, el augusto monarca, físicamente decadente por su comprometida salud, hizo una recapitulación acerca de su vida y su reinado, de sus éxitos como de sus fracasos; reconoció los inmensos sacrificios que sus súbditos habían realizado para permitirle cumplir su misión histórica, y recordó con especial amor a los castellanos y a los flamencos; a todos sus vasallos pidió el César perdón por las injusticias que en su nombre se hubiesen cometido, y para su hijo, la misma lealtad que a él le habían brindado.

Una vez desembarazado del peso del tremendo poderío que sobrellevara con imponente esplendor durante cuarenta años, Carlos de Austria emprendió viaje a España, en uno de cuyos rincones más solitarios, donde se halla enclavado el monasterio de Yuste, sentó sus reales; allí en 1558, murió cristianamente, como correspondía a un paladín de la santa fe. Los elevados ideales que impulsaron su hacer terrenal, siguieron nutriendo el alma de la hispanidad durante más de un siglo, lo que constituye buena prueba de la hondura de su arraigo en aquel noble pueblo.