Los vaivenes de la política mundial durante el reinado de Felipe II


Felipe II heredó de su padre, amén de la corona de España, los estados de Napóles, Sicilia, Lombardía, Países Bajos, el Franco-Condado, las plazas de Berbería, las islas Canarias, de Cabo Verde, del golfo de Guinea, Santa Elena, las Filipinas y parte de las Molucas y el inmenso imperio de las Indias Occidentales. Además de poseer la soberanía de estos dilatados territorios, era rey consorte de Inglaterra, en razón del matrimonio celebrado con María Tudor, a la sazón reina británica.

Su niñez transcurrió en palacio, bajo la severa tutela de su preceptor, el arzobispo de Toledo, quien lo educó de modo tal, que su natural devoción se incrementó al punto de hacerle rechazar los juegos propios de su edad; precozmente grave y frío, sólo se distrajo, ya en la adolescencia, con la caza, el ajedrez, la poesía y la vihuela. Su padre, el emperador, le confió la regencia del reino lusitano al fallecer doña Isabel de Portugal, y en el ejercicio del poder a tan temprana edad, dio ya muestras del extraordinario tacto diplomático, rayano en duplicidad, que lo convertiría más tarde en uno de los estadistas más hábiles de Europa.

A los dieciséis años contrajo enlace con su prima doña María de Portugal, de la misma edad, quien le dio un hijo en el brevísimo tiempo que duró la unión, pues la princesita murió poco después. Este hijo fue el príncipe don Carlos, sobre cuya desdichada existencia mucho se ha escrito. Luego casó Felipe con María Tudor; durante su corta estancia en la corte de Inglaterra salvó con su intercesión la vida a muchos protestantes condenados a muerte por la intolerante soberana, pues a pesar de lo que han querido afirmar muchos cronistas, movidos por odios teológicos, no fue cruel; antes bien, inclinábase a la piedad y a la clemencia, en tanto éstas no escarnecieran a la justicia.

Tenía, como su padre, el tipo del alemán, talla mediana y gallarda apostura, aunque no heredó la disposición del emperador para las artes bélicas. Pareció querer reemplazar dicho orden de actividad con un extraordinario gasto de trabajo intelectual, especialmente en lo referente a la atención de los asuntos de Estado, incluso aquellos meramente burocráticos. Fue tan fervoroso paladín de la fe católica como celoso defensor de las prerrogativas regias.

Su política exterior fue verdaderamente nacional: desligado de los compromisos que ataron a su padre a los destinos de Europa central, reclamó y guardó para España la herencia romana, y el antiguo Mure Nostrum vio prevalecer en sus aguas el pendón de la flota hispánica. Aspiró al dominio de los mares, en razón del dilatado imperio transatlántico americano de la hispanidad, y por ello sus escuadras combatieron en Lepanto y en las costas británicas. Factores que no estaba en sus manos controlar, impidieron que sus propósitos se cumpliesen, y España comenzó a deslizarse en la rápida pendiente de la decadencia.

Uno de los primeros conflictos afrontados por el Rey Prudente tuvo origen en la ruptura de la tregua de Vauxelles por parte de Enrique II de Francia, cuyas aspiraciones al dominio de los Estados de la corona española en la península itálica fueron reavivadas por el papa Paulo IV, mal dispuesto hacia España. Felipe trató de contener al Pontífice, mas se vio forzado, en razón de la alianza que las armas pontificias, francesas y otomanas forjaron contra el país español, a desenvainar la espada contra el Papa, no sin antes convocar una junta de teólogos que tranquilizaron su conciencia de católico. La campaña frenó las aspiraciones del francés, y la Santa Sede hubo de conformarse con la preponderancia española, sobre todo después de quedar ésta definitivamente asentada por las armas en la batalla de San Quintín, dada el 10 de agosto de 1557, y en la de Gravelinas, poco menos de un año después.

La paz de Cateau-Cambrésis establecióse sobre la base del casamiento de Felipe II, viudo ya de María Tudor, con la joven y bella Isabel de Valois, princesa hija de Enrique II; Isabel tenía la misma edad que el príncipe don Carlos, nacido en 1545 del primer matrimonio de Felipe II con María de Portugal.

El monasterio de El Escorial, una de las joyas arquitectónicas españolas, fue erigido por orden de Felipe II para conmemorar la victoria obtenida en la batalla de San Quintín.

Las guerras de Flandes estallaron por una complicada serie de contingencias relacionadas al par con el sostenimiento del equilibrio europeo y con el distanciamiento personal de Felipe y el príncipe Guillermo de Orange, llamado el Taciturno, que fuera uno de los jóvenes caballeros que gozaran de la confianza del emperador. Por si ello fuese poco, los señores de los Países Bajos resistieron la imposición de los tribunales del Santo Oficio y del régimen personal. La política harto severa del duque de Alba, que gobernó en ejercicio de la soberanía delegada por el rey, contribuyó a precipitar a aquellos pueblos en un alzamiento. Inglaterra, por su parte, se esmeró en alentar y auxiliar los propósitos separatistas de los flamencos; éstos tuvieron comienzo de ejecución al declararse la independencia de las Siete Provincias Unidas, sobre cuya base se constituiría la actual Holanda.

En 1598 Felipe II decidió al fin desprenderse de los rebeldes Estados flamencos, al cabo de treinta y dos años de ardua lucha.