Un puñado de espartanos que hicieron inmortal su nombre


Los griegos supieron con horror que aquellas espantosas multitudes avanzaban hacia ellos, dispuestas a aniquilar su país y su reducido ejército. Los persas tenían que atravesar una cordillera de elevadas montañas que protegía a Atenas por el Norte, y entre ella y los pantanos que se extendían hasta la orilla del mar había un desfiladero, próximo a unos manantiales de aguas calientes, conocido con el nombre de las Termópilas.

Un puñado de valientes defendió el paso por espacio de dos días y dos noches contra las huestes de medos y persas, los cuales se estrellaban contra la inexpugnable muralla que formaban las lanzas griegas. Pero un traidor reveló a los persas la existencia de otro desfiladero, por el que guió al ejército enemigo, a favor de la oscuridad de la noche. Allí un grupo de espartanos, acaudillados por Leónidas, decidieron sacrificarse, y resistieron hasta el último instante, rodeados por un número abrumador de enemigos; perecieron todos ellos acribillados por los dardos de los persas. Jerjes logró entrar en Atenas, de la que habían huido casi todos sus habitantes. Pasó a cuchillo a los que se habían quedado, e incendió los edificios más bellos. Después presenció, desde un alto farallón que domina la bahía de Salamina, la gran batalla naval que iba a librarse. Estaba él convencido, sin duda, de que su magnífica flota, de más de mil barcos, bien tripulados y equipados, daría buena cuenta de la escuadra griega, que sólo se componía de 350 naves.

Pero al paso que el día fue avanzando, la zozobra y la inquietud fueronse apoderando de Jerjes, quien saltó al fin, furioso y desesperado, de su trono de marfil, que hiciera llevar consigo, al ver que sus mil naves se amontonaban, chocaban unas con otras, en la estrecha boca de la bahía, y se hundían muchas en el mar. Y hería entonces sin cesar sus oídos el agudo grito de guerra lanzado por los griegos cada vez que lograban introducir la bronceada proa de alguna de sus naves en el costado del barco enemigo más próximo, a los que abordaban unos tras otros con ayuda de sus largos arpones.

Tres meses después, los restos del gran ejército persa fueron aniquilados y dispersados en la batalla de Platea, y así terminaron las guerras de los persas en Europa, gracias a la bizarría de Grecia, que durante doce años logró tener a raya a los mayores ejércitos que hasta entonces se habían congregado.
Durante el reinado de Darío II, uno de los hijos de Jerjes, perdió Persia a Egipto, al que había dominado, a pesar de sus frecuentes rebeliones, por espacio de más de cien años. Otras señales indicaban también que el gran imperio comenzaba a desmoronarse.