De cómo Pablos fue a un pulipaje en calidad de criado de Don Diego Coronel


Determinó, pues, don Alonso poner a su hijo en pupilaje: lo uno por apartarle de su regalo y lo otro por ahorrarse de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra, que tenía por oficio educar hijos de caballeros, y envió allá el suyo y a Pablos para que le acompañase y sirviese. Al hablar del tal licenciado Cabra, dice Quevedo: "Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo. No hay más que decir para quien sabe el refrán que dice: ni gato ni perro de aquella color. Los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos; tan hundidos y oscuros, que era buen sitio el suyo para tienda de mercaderes; la nariz entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas bubas de resfriado...; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba comérselas; los dientes le faltaban no sé cuantos, y pienso que por holgazanes y vagabundos se los habían desterrado; el gaznate largo como avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás: con dos piernas largas y flacas; su andar muy despacio: si se descomponían, sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro; la habla hética; la barba grande, que nunca se la cortaba, por no gastar; y él decía que era tanto el asco que le daba ver las manos del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese: cortábale los cabellos un muchacho de los otros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa: era de cosa que fue paño con fondos de caspa.

"La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul; llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños; parecía con los cabellos largos, la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. ¿Pues su aposento? Aun arañas no había en él: conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba; la cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas: al fin, era archipobre y protomiseria."

Al cargo, pues, de este licenciado quedaron don Diego y Pablos, a los cuales afligió grandemente advertir que todos los que vivían en el pupilaje estaban flacos como leznas. Sentáronse a comer, y el licenciado Cabra "echó la bendición; comieron una comida eterna sin principio ni fin: trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligraba Narciso más que en la fuente". Solía decirles Cabra: "es muy saludable y provechoso el cenar poco para tener el estómago desocupado; y citaba una retahila de médicos infernales. Decía alabanzas de la dieta, y que ahorraba a un hombre de sueños pesados, sabiendo que en su casa no se podía soñar otra cosa sino que comían. Tenia una caja de hierro toda agujereada como salvadera: abríala y metía un pedazo de tocino en ella que la llenase, y tornábala a cerrar, y la ponía colgando de un cordel en la olla para que la diese algún zumo por los agujeros y quedase para otro día el tocino. Parecióle después que en esto se gastaba mucho, y dio en asomar el tocino en la olla."

Pasaban con estas cosas don Diego y Pablos hambres como no se pueden imaginar, y quedaron tan flacos y desmejorados que las espaldas les danzaban dentro del jubón y las calzas daban lugar a otras siete piernas.

Acaeció algún tiempo después que uno de los pupilos murió de debilidad. Divulgóse por el pueblo el caso, y llegado a oídos de don Alonso Coronel, fue a sacar a su hijo y a Pablos del pupilaje, y tan desconocidos estaban, que teniéndolos delante les preguntaba por ellos mismos. Mandólos llevar en dos sillas a casa, y trató con palabras extremadamente duras al licenciado Cabra.