Trágico fin del hombre que encerró a Dantés en el castillo de If


Arrojóse la señora de Villefort a los pies de su esposo. Recriminóla éste lleno de cólera, y al volverle la espalda para retirarse, añadió:

-Pensad en ello, señora; ¡si a mi regreso no os habéis hecho justicia, os denunciaré yo mismo y os prenderé con mis propias manos! Voy ahora al Palacio de Justicia a pronunciar una sentencia de muerte contra un asesino. Si al volver os hallo con vida aún, esta noche dormiréis en la cárcel. La señora de Villefort gimió aterrada, crispáronsele los nervios y cayó desmayada en la alfombra.

-¡Adiós, señora, adiós!-exclamó su esposo al salir de aquella habitación.

Pero Villefort no podía presumir en el momento de decir estas ardientes palabras a la mujer que era su esposa, que en lugar de condenar él a otro criminal, saldría condenado él mismo, porque el hombre a quien se refería, acusado de asesino, no era otro que el llamado Conde de Cavalcanti, el verdadero Benedetto, quien, la noche antes, había tenido una larga conferencia con Bertuccio, explicándole, durante la misma, el secreto de su nacimiento.

Presentóse Benedetto ante sus jueces, ataviado de la manera más elegante sin mostrar señal alguna de ansiedad.

Nunca estuvo Villefort más elocuente en su acusación al describir ante el tribunal la índole del crimen cometido por el preso. Cuando el presidiente preguntó a Benedetto su edad, respondió:

-Tengo veintiún años, o, más bien, los cumpliré dentro de pocos días, pues nací el 27 de Septiembre de 1817.

El señor de Villefort, que estaba ocupadísimo tomando notas, levantó la cabeza al oír aquella fecha.

-¿Dónde habéis nacido?-continuó el presidente.

-En Auteuil, cerca de París.

Levantó por segunda vez la cabeza el señor de Villefort, miró a Benedetto como quien mira la cabeza de Medusa, y púsose lívido. Benedetto pasó con mucho donaire por sus labios un pañuelo de finísima batista.

-¿Cuál es vuestra profesión?

-Primero fui falsario,-dijo Andrés con la mayor tranquilidad del mundo; -después ascendí a ladrón, y recientemente me hice asesino.

Un murmullo, o por mejor decir, una tempestad de indignación estalló en todos los ángulos de la sala: los mismos jueces se miraron asombrados, y los jurados manifestaron el disgusto que les causaba aquel cinismo tan impropio de un hombre que parecía educado y elegante.

El señor de Villefort se pasó la mano por la frente, que tenía ahora roja y ardorosa, y levantóse de pronto, mirando alrededor como un hombre fuera de sí.

El presidente mandó luego al acusado decir su nombre, a lo cual contestó cortésmente, que si bien lo ignoraba, en cambio sabía el de su padre; y a continuación declaró que era Villefort, ¡el procurador del rey!

Esta declaración produjo gran consternación en el tribunal, y todas las miradas se volvieron a Villefort, en tanto que Benedetto continuaba respondiendo a las preguntas del presidente y demostraba ser el hijo que Villefort había enterrado en vida la noche en que Bertuccio creyó haberse vengado de Villefort, hallándose en el jardín de la casa señalada con el número 28 de la calle de la Fontaine, en Auteuil. El propio procurador del rey confirmó la historia del acusado y admitió su culpabilidad, declarando que se ponía desde aquel momento a disposición del fiscal del rey que le sustituyera.

Mientras seguía hablando con ahogada y ronca voz, encaminóse dando traspiés hacia la puerta y salió del tribunal, cuyos miembros quedaron momentáneamente mudos de asombro. El presidente levantó la sesión; y todo el mundo se puso a comentar el extraño rumbo que acababan de tomar los acontecimientos.