El magnífico espectáculo sonoro de las Cataratas del Iguazú


Así nos vamos acercando al término de nuestro viaje, las maravillosas cataratas del Iguazú. En este último tramo el Paraná se transfigura nuevamente y, al ofrecernos un nuevo semblante, nos cautiva todavía con más fuerza. Ahora no es el río anchuroso y gigantesco que hemos remontado por más de mil kilómetros; es un curso más bien angosto y definido entre dos orillas próximas que se levantan por igual unos metros, en forma abrupta.

En medio de un tibio ambiente embalsamado por el aroma de mil plantas fragantes, debajo de un cielo indescriptiblemente luminoso, que por la noche arde con el fulgor extraordinario de las estrellas y de la Vía Láctea, se llega al Iguazú, el caudaloso afluente del Paraná.

Estamos ahora a la vista de las cataratas, con el espíritu predispuesto a embelesarse ante el grandioso espectáculo que forman los raudales de agua derramándose, con un estrépito sordo que se percibe de lejos, a lo largo de una herradura de varios centenares de metros, para encerrarse luego en un cañadón, llamado muy acertadamente Garganta del Diablo. Los saltos son numerosos, y entre ellos se interponen islas en las que surgen palmeras gallardamente inclinadas sobre el abismo. Los densos chorros de agua forman al caer nubes de espuma, que se levantan vertical-mente, o bien son llevadas como un gigantesco copo de algodón hacia la Garganta del Diablo; y cuando los rayos del sol cruzan esta masa vaporosa, se dibuja sobre las cataratas el maravilloso espectáculo del arco iris.

Nuestro pensamiento asciende a las regiones de lo edénico y de lo eterno en este santuario de la Naturaleza, y así como en el templo donde oramos, sentimos la grandeza de Dios.