Descripción de un buzo en plena tarea dentro de su escafandra


Supongamos que nos hallamos a bordo de una embarcación en la que hay un buzo que se apresta a sumergirse. Ya se ha colocado el traje de goma que lo cubre desde los tobillos al cuello. Las mangas terminan en una especie de puños que se cierran herméticamente sobre las muñecas, dejando las manos libres. El casco de bronce que le ha ce cubrir la cabeza, muy pesado, posee tres aberturas circulares cubiertas de gruesos vidrios, que están protegidos por un enrejado metálico. Ellas sirven para mirar hacia adelante ya los costados. Tiene dicho casco además una válvula que comunica con el tubo que conduce el aire. Esta válvula posee un dispositivo de seguridad que la cierra herméticamente si el tubo se rompe: así puede el buzo respirar el aire contenido en el casco hasta que se pone a salvo volviendo a la superficie. Una segunda válvula expele el aire viciado; se evita de esta manera el grave inconveniente de la escafandra de Siebe.

Luego de echar una mirada sobre las aguas del puerto, en las cuales ha de sumergirse, el hombre comienza a ajustarse el casco sobre la cabeza, ayudado por un miembro de la tripulación. Primero se lo enrosca sobre el cuello de la esclavina de bronce adosada al traje, y después su auxiliar lo asegura a la misma con pernos. Se calza los pesados zapatos de plomo, que junto con las planchas del mismo metal le darán el lastre necesario para descender. Ya no le faltan sino las herramientas con que trabajará bajo la superficie. Se las cuelga de su fuerte cinturón y provisto de una linterna baja peldaño a peldaño la escalera que pende de la borda. Su vida está ahora en manos de sus compañeros de a bordo que lo atienden.

A medida que el buzo desciende aumenta la presión que el agua ejerce sobre él. Para contrarrestarla, es necesario que el aire que infla el traje esté a la misma presión. Esto limita la profundidad a la cual se puede bajar y origina algunos inconvenientes que luego veremos. Cuando se halla sumergido, el buzo se mueve con soltura y pierde ese andar pesado de monstruo antediluviano que tiene en la superficie: apenas si siente el peso del traje, que ha sido aliviado por el empuje del agua. El hombre de nuestro relato tiene que reconocer un casco hundido que obstruye la navegación en el canal que da entrada al puerto. Se desplaza con lentitud sobre el fondo cenagoso, en tanto que atisba por la abertura circular de su escafandra la semipenumbra de las aguas que se cierran en torno de él. El barco sumergido no debe de estar lejos, y mientras avanza lo busca con el haz de luz de su linterna. Por fin lo divisa: presenta el aspecto de una mole oscura. Los peces ya lo han tomado como cosa propia y bulle de vida marina por todos los costados: cubren su casco los mejillones y los pejerreyes se asoman curiosos a las profundidades de las chimeneas. El buzo tira varias veces de la cuerda de seguridad, para avisar del hallazgo a los de a bordo. Su escafandra es algo anticuada y no posee teléfono; por eso se comunica con los compañeros por medio de tirones de cuerda, según el código convenido. Inspecciona con cuidado el casco, mientras siente por el tubo del aire el rítmico funcionar de la bomba, que marcha acompasada a los latidos de su corazón. Un sonido metálico le hace mirar hacia arriba: es la cadena que le mandan desde la superficie, y ha golpeado, con el extremo pendiente, sobre la cubierta de la nave hundida. Se apodera de ella y la ata a una bita o poste de hierro que sirve para arrollar el cable del ancla. El otro extremo flota sobre las aguas, sostenido por una boya, que así señala el sitio del naufragio. De esta manera será más fácil encontrar el barco cuando vuelva con otros buzos para iniciar las tareas de reflotamiento. Entonces será necesario pasar cadenas por debajo del casco, y éste será izado poco a poco, con una poderosa grúa, a medida que unas bombas le vayan achicando el agua.

Pero por hoy la tarea ha terminado y nuestro buzo da tres tirones a la cuerda, pidiendo ser izado. Sus cama-radas lo suben con precaución, pues existe un grave riesgo, un peligro mortal. El aire que llegaba por el tubo cuando estaba el hombre abajo, tenía la misma enorme presión del agua a ese nivel, y por eso el oxígeno, y sobre todo el nitrógeno, se disolvían en la sangre en mucha mayor proporción que a presión normal. Un ascenso brusco provoca una rápida pérdida de presión y hace que el exceso de gases disuelto se separe de la sangre formando burbujas, que pueden causar una parálisis y aun la muerte.

Cuando, por fin, pisa el buzo la cubierta de la nave y se saca el casco, una sensación de alivio lo invade. Es bueno respirar a pleno pulmón y sentir la luz del sol sobre la cara. Pero él ama su profesión y volverá con gusto mañana, y al día siguiente, y así por muchos años, a hundirse en esas aguas bajo las cuales se gana el pan.