Cómo un inglés se protegió de una lluvia de huevos podridos


Allá por el año 1750, una mañana lluviosa fue dable observar en las calles de Londres un espectáculo extraordinario. Un hombre caminaba rápidamente por la calzada tratando de protegerse, con un enorme paraguas abierto, de una verdadera lluvia de huevos podridos, zanahorias y troncos de coles con que los pilletes londinenses lo obsequiaban por haberse atrevido a salir a la calle con aquel extravagante adminículo. La insólita lluvia terminó para aquel progresista inglés cuando llegó a su casa, donde al fin se puso en salvo.

El uso del paraguas, descendiente del quitasol o sombrilla oriental y prenda hasta entonces exclusivamente femenina, sólo se generalizó a fines del siglo xviii, al tiempo que hacía su aparición la corbata, introducida en Europa occidental por los croatas, de donde deriva su denominación francesa cravate, como prenda exclusiva de la indumentaria militar, que enseguida alcanza gran popularidad.

El chal, antiquísima prenda femenina, invade los salones, donde el más exquisito signo de distinción está dado por la mayor extravagancia: así las mujeres llevan anillos en todos los dedos de la mano, y el conde de Artois usa, como botones de su chaleco, una serie de pequeños relojes. Estas extravagancias en el vestir o en el ornato no han desaparecido por completo, pues alcanzan en los pueblos de cultura inferior verdadera ostentación. Así vemos que las mujeres de Ceilán llevan aros en las aletas de la nariz y anillos en los dedos de los pies. En África es común ver mujeres con ajorcas en los tobillos, mientras grandes platos deforman los labios de otras. La moda impone que en esta tribu las mujeres deben estirar, con pesados aros, los lóbulos de sus orejas hasta hacerles rozar los hombros, así como las bellezas do la tribu vecina adornan sus cuellos con tantos collares de metal, que llegan a semejar jirafas.