Creación de una nueva técnica: el cinematógrafo sonoro


A una productora, atenta a la prosperidad de su negocio, la Warner Brothers, se le ocurrió la idea de narrar mediante las palabras lo que hasta aquel entonces había sido contado en términos estrictamente visuales, y el 5 de octubre de 1927 presentó El cantor de jazz, con partes habladas y cantadas, cuya interpretación fue confiada al popular Al Jolson. Muchas personas no recibieron la aparición de este invento con señales de aprobación. Las primeras películas sonoras hicieron presagiar una verdadera catástrofe. La palabra inyectada en el cuerpo de la película se comportaba como un factor perturbador. El cine parecía retrotraerse a sus primeros tiempos y la teatralidad y el énfasis olvidados volvieron a invadir las pantallas. La cámara, tan ágil, volvióse torpe; la palabra aparecía como un lastre que paralizaba el movimiento. No era fácil sujetar, manejar, fundir en el ritmo cinematográfico aquel elemento, al parecer tan dispar, pero el invento estaba en marcha y nada podía detenerlo, sólo necesitaba fundirse con la imagen.

Después de los inevitables errores iniciales, el cine recobró su equilibrio y pudo proseguir su marcha ascendente. La obra en que por primera , vez se consiguió el afortunado equilibrio entre el sonido y la imagen fue Aleluya (1929), de King Vidor. Por vez primera, el silencio, por contrastar con el ruido, cobró acentos sabiamente emotivos. Este gran realizador tiene en su haber otras obras maestras del cine sonoro: La calle, El pan. nuestro de cada día (1934) y La ciudadela (1938), realizada en Gran Bretaña.

La biografía es uno de los géneros que han sido vertidos al celuloide por los estadounidenses con más prodigalidad. Dos filmes admirables, Bacle Street y Cabalgata, lanzaron una moda que había de subsistir. Y no hay tema que no haya sido trasladado al cine por los productores estadounidenses. Los negros, puestos de moda por El cantor de jazz y Aleluya, son también los protagonistas de El emperador Jones y de Los pastos verdes (1935). Todas las obras maestras de la literatura son convertidas en imágenes. Recordemos así a la ventura: Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque; Tragedia americana, de Dreiser; Ana Karenina, de Tolstoi, con Greta Garbo; Romeo y Julieta (1935); El sueño de una noche de verano, única realización cinematográfica del célebre director alemán Max Reinhardt, refugiado en Hollywood; La dama de las camelias (1937), David Copperfield, Crimen y castigo, Cumbres borrascosas, de Emily Bronté. La literatura rosa nos obsequia con Las cuatro hermanitas, filme de George Cukor, un maestro de la poesía tierna y sentimental, que fuera interpretada por Katherine Hepburn. Y, en estos años, un filme va a despertar más la admiración que otro alguno. Se titula Lo que el viento se llevó (1939) y lo dirige Victor Fleming.

En 1933, La calle 42, de Lloyd Bacon. puso de moda las cintas musicales, en las que han brillado astros tan refulgentes como Eddie Cantor, Fred Astaire, Ginger Rogers, Dick Powell, Alice Faye, Bing Crosby, Frank Sinatra, Donald O'Connor y Peggy Ryan. Sin embargo, es en el humorismo donde sobresalen los estadounidenses. Los maestros del género son: Frank Capra, quien con Lo que sucedió aquella noche, El secreto de vivir, Vive como quieras y ¡Qué bello es vivir! nos da, no ya las comedias más divertidas del cine estadounidense, sino también las mejores sátiras contra el sentido mercantilista de la vida; y Ernst Lubitsch, con Un ladrón en la alcoba, Una mujer para dos, La octava mujer de Barba Azul, Ninotchka, El bazar de las sorpresas, quien, mejor que nadie supo tocar los resortes de la comedia ligera, salpimentada con ironía, con una gracia ligera y sutil, espolvoreada con un humor puramente francés.

Obras muy curiosas son Grand Hotel (1932), según la novela de Vicki Baum, que inaugura la serie de cintas interpretadas por un gran número de vedettes (Greta Garbo, John Barrymore, Lionel Barrymore, Joan Crawford, Wallace Beery, Lewis Stone); El poder y la gloria, que emplea por vez primera la difícil fórmula de montaje no cronológico, y Si yo tuviese un millón, filme compuesto sobre la base de sketches o historias independientes -este sistema ha sido copiosamente repetido- en el cual lograba una creación inolvidable el extraordinario actor británico Charles Laughton.

Entre las grandes revelaciones del cine parlante figuran Frank Capra, del que ya se hablado, y John Ford, el magnífico creador de imágenes y ritmos, al cual debemos las obras más vigorosas del cine sonoro: El delator (1935), La patrulla perdida (1936), La diligencia (1938), Los hombres del mar (1939), Viñas de ira (1940) y Pasión de los fuertes (1947). El cine sonoro llevó a cabo una revolución en la nómina de los directores que trabajan en Hollywood. Citaremos a los principales: William Wyler, el cual después de Jezabel, la tempestuosa, Cumbres borrascosas, La carta, y La loba, ha realizado una de las películas más importantes de estos últimos tiempos: Lo mejor de nuestra vida; Orson Welles, un renovador audaz a quien se debe El ciudadano, El cuarto mandamiento y La dama de Shanghai; Billy Wilder, que se impuso rotundamente con Perdición y Cinco tumbas al Cairo; Otto Preminger y Elia Kazan, que en 1948 fue galardonado por su Gentlemen's agreement. Y no debemos olvidar los nombres de Alfred Hitchcock y Robert Siodmak, maestros en el arte de crear atmósferas tenebrosas y en el de dibujar con trazos inquietantes a unos personajes esclavos de la anormalidad, espíritus descarriados, tipos torturados que señalan el camino estremecedor que conduce al terrible más allá de la salud mental. Hitchcock, que había realizado en Gran Bretaña dos filmes considerables: Alarma en el expreso y 39 escalones, se trasladó a América, donde alcanzó resonantes éxitos, y logró cintas de calidad: Rebeca, Enviado especial, La sospecha, Náufragos, Sabotaje. Pacto siniestro, La ventana indiscreta y Psicosis. En cuanto a Siodmak, es el autor de El sospechoso y de Forajidos.