La rapidez lograda por los trenes fue en constante aumento


En contraposición a la lentitud de la diligencia y del coche de posta, pronto llamaron la atención los ferrocarriles por la velocidad que las locomotoras permitieron obtener.

Desde 1858 se podía ir, por ejemplo, de París a Marsella en diecinueve horas y media. Después aumentó la potencia de las locomotoras, lo que ha permitido aumentar la longitud de los trenes, adoptar coches más pesados y más confortables, y admitir viajeros de todas clases aun en los trenes rápidos.

La invención de la telegrafía y el perfeccionamiento de las señales han hecho que se pudiese aumentar la velocidad sin que disminuyera la seguridad. Por último, la adopción de una misma anchura para las grandes líneas ha hecho posible la organización de servicios rápidos internacionales, merced a los cuales se recorren largos trayectos sin perder tiempo y a veces sin cambio alguno de coches.

En nuestros días es grande la abreviación de las distancias, y muy considerable el impulso que esto ha dado a los negocios y a los viajes sencillamente de recreo. París no está ya más que a 4 horas de Londres, por Boulogne-sur-Mer y Folkestone; a 9 de Berlín, 27 de Leningrado y 35 de Constantinopla.

Dos o tres días bastan para ir en ferrocarril de Nueva York a San Francisco, o de Nueva York a México. En treinta y cuatro o treinta y cinco horas se llega de Buenos Aires a Santiago de Chile.

Pero el hombre, no contento con estos resultados, idea nuevos y atrevidos proyectos, y cualquiera que sea la suerte a ellos reservada, es evidentemente cierto que apenas tres cuartos de siglo han bastado a los ferrocarriles para cambiar por completo las condiciones de la vida y hasta la faz del mundo.

Si nuestros antepasados pudieran apreciar la rapidez de las comunicaciones actuales, pensarían probablemente que todas estas maravillas eran creación surgida de los caprichos de un mago. Esa rapidez ha crecido extraordinariamente con la aplicación, en gran escala, de los aviones al transporte de pasajeros. El caudal humano que utiliza hoy los aviones y los trenes dejaría estupefactos a nuestros antepasados, para quienes el viajar era una riesgosa o, por lo menos, incómoda aventura.