Santa Cecilia, la dulce voz que encantó a Roma


En aquellos días en que era un crimen en la ciudad de los Césares profesar el cristianismo, pudo presenciarse una singular escena en el seno de una familia romana. Un arrogante militar de la ciudad, llamado Valeriano, acababa de llevarse a su casa a su novia, hermosísima joven romana, orgullo hasta entonces de sus padres; llamábase Cecilia. Las solemnes fiestas de la boda habían terminado, y se habían despedido ya todos los huéspedes; por fin Valeriano se hallaba a solas con su esposa. Entonces, Cecilia dijo decididamente al joven:

-Soy tu esposa, pero no te pertenezco. Pertenezco a Cristo. A Él me he entregado toda entera, y un ángel custodio me guardará de todo mal.

Extraordinaria fue la sorpresa de Valeriano al oír hablar de esta manera a su esposa, pues nunca había sospechado que los nobles padres de Cecilia profesasen la odiada religión del cristianismo.

-Muéstrame a ese ángel -dijo al fin a su esposa-, así sabré si lo que me dices es cierto.

Entonces Cecilia manifestó a su esposo que no le sería posible ver al ángel si antes no se resolvía a amar a Jesucristo; al propio tiempo le mandó que se encaminase a la vía Apia, extramuros de Roma, y rogase a los pobres que allí vivían lo condujesen a Urbano el Bueno. Hízolo así Valeriano, y, habiendo hallado a Urbano en las catacumbas, aprendió de él la divinidad del Padre y de su Hijo, Jesucristo. Valeriano creyó y fue bautizado. Tan dichoso se sintió en su nueva fe, que llegó a persuadir a su hermano que abrazase igualmente el cristianismo; y así ambos, juntamente con la hermosa Cecilia, pasaron su vida haciendo bien a los pobres; Aumentaba el encanto del hogar doméstico la presencia de Cecilia, que!, con su hermosísima voz, entonaba al Dios himnos que estremecían los corazones de los dos hermanos y les infundían la seguridad de que, después de la muerte, volverían a hallarse todos juntos en otro mundo más dichoso.

Pronto se esparció la voz de que Valeriano y su hermano profesaban el cristianismo, lo cual bastó para que fuesen condenados a muerte; pero Cecilia continuó predicando con más intrepidez la fe de Cristo, hasta que el gobernador la mandó comparecer a su presencia.

-¿Qué clase de mujer eres? -le preguntó áspero-. ¿Cómo te llamas?

-Soy dama romana -respondió altivamente la joven-. Los hombres me llaman Cecilia, pero mi verdadero nombre es Cristiana.

Entonces fue condenada, y habiéndola conducido a su propia casa, dos verdugos la arrojaron en un baño de agua hirviente. Atáronla luego y le descargaron un tajo en el cuello con una espada; pero no pudieron decapitarla. Su vida se prolongó tres días más, y durante ellos repartió todo su dinero a los pobres y entonó cánticos de alabanzas a Dios; luego murió, y desde entonces fue llamada santa Cecilia, que hoy se venera en los altares.