San Jerónimo, el santo y estudioso anacoreta, doctor de la iglesia


Hijo de una noble familia, fue educado en Roma, donde adquirió, a la vez que la ciencia y la cultura, costumbres disolutas, hasta que, convertido a pensamientos más serios, recibió el bautismo y se retiró al desierto, en los confines de Siria y de Arabia, y allí repartió el tiempo entre la penitencia y el estudio. Después se ordenó de presbítero y marchó a Roma allá por el año 381. El papa san Dámaso, que lo consultaba frecuentemente, lo empleó en diversos asuntos y particularmente en la traducción de la Biblia. San Jerónimo comparó todas las traducciones existentes con el texto original, corrigió los pasajes inexactos y tradujo nuevamente ambos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jerónimo era frugal, severo en sus costumbres, aunque demasiado adicto a sus opiniones, y su rigor le atrajo muchos enemigos y disgustos. Hasta sus últimos años, y a pesar de sus asombrosas penitencias y mortificaciones, le persiguieron los recuerdos de las pasiones del mundo y de los extravíos de su juventud; esta lucha, que de continuo lo turbó y agitó, seguramente influyó en el tono general de sus escritos y polémicas. Conocía el griego, el hebreo, el caldeo y las costumbres orientales, y no desdeñaba la erudición de las letras profanas, en cuya lectura se deleitaba en sus breves ratos de ocio. Sus obras, escritas en la soledad, tienen la animación que prestan los embates y la presencia de un numeroso auditorio. Jerónimo es elocuente con la pluma en la mano, improvisa y no compone; escribe, y sus ideas corren y se precipitan rápidas e inflamadas, y en esta elaboración del pensamiento, el giro es siempre espontáneo y la expresión pintoresca. Este mérito natural se revela muy particularmente en todo lo que escribió acerca de la Biblia, que expone en el sentido histórico, tropológico y místico. Su análisis es tan puro, que ha merecido ser adoptado por la Iglesia.