San Benito, célebre fundador de los benedictinos


Este tan ilustre santo, que nació en Nursia, Italia, en el año 480, está considerado como el gran restaurador de la vida monástica en Occidente. Asegúrase que desde muy niño fue un prodigio por su perseverancia en la oración, su inclinación a la soledad, su circunspección, su prudencia, por las penitencias que él mismo se imponía en esa edad en que es lo común buscar entretenimiento y diversiones, y la extraordinaria devoción que tenía a la Virgen.

En el oratorio de San Benito, en Roma, se conserva todavía la imagen de la Madre de Jesucristo, cuadro ante el cual pasaba todos los días muchas horas en oración. “Buscaba -dicen sus biógrafos- la soledad con ansia, y halló asilo para saciar su sed de penitencia en un sitio de la mayor rudeza y más espantosa esterilidad”. El padre Croisset, ilustre hagiógrafo, a quien es justo dejar la responsabilidad de la narración, refiere en los términos siguientes el hecho, en virtud del cual, a pesar de sus precauciones para permanecer inadvertido, hubo de conocérsele: “A legua y media de su gruta o cisterna -dice-habitaba un santo clérigo, y, habiendo en la víspera de Pascua hecho disponer comida algo más abundante para el día siguiente, en honor de tanta fiesta, se le apareció el Señor en sueños, y le dijo que buscase a su siervo en el desierto y le llevase de comer. Hízolo así el buen sacerdote, y quedó atónito cuando se halló con un mancebo ejemplarísimo por su penitencia”. Sin aquilatar los grados de verosimilitud que pueda tener la relación del padre Croisset, lo que parece fuera de duda es que desde entonces los altos merecimientos de Benito no fueron un secreto, y cuando murió el abad del monasterio de Vico Varre, los monjes, unánimemente, lo proclamaron sucesor del abad. Entonces el nuevo abad escribió la famosa Regla de San Benito, que los escritores sagrados suponen dictada nada menos que por el Espíritu Santo, y que con tal entusiasmo fue recibida, que otros monjes y cenobitas decidieron someterse a la dirección y gobierno de Benito, a tal punto que sólo en el desierto de Sallega tuvo necesidad de fundar doce monasterios. Benito, a quien veneraban los sumos pontífices y a quien los monarcas pedían consejo, vivía como si fuera el último de los monjes. Solamente hacía uso de su autoridad para que se le permitiera ejercitarse en las obras más humildes y para llevar hasta el extremo la austeridad de su regla, ya de por sí demasiado severa. Pronosticó el día de su muerte, y seis días antes mandó abrir su sepultura. Al morir Benito, su regla se hallaba extendida por toda Europa, merced a la propaganda llevada a cabo por san Plácido, san Mauro y otros discípulos suyos. Toda idea grande necesita, si ha de alcanzar próspera y larga vida, de instituciones poderosas que representen con fidelidad su carácter. La Orden de San Benito, aunque apareció en tiempos de escasa cultura y del imperio de la fuerza, fue la institución civilizadora que enalteció el trabajo, cuando éste era despreciado; que elogió la humildad en días que la soberbia dominaba a los hombres; que redimió a los pobres y desheredados de la fortuna, dándoles enseñanza en las escuelas y con ello medios fáciles para abrazar una carrera y ser provechosos a la sociedad.