San Agustín, admirable genio filosófico y gran doctor de la iglesia


En el año 354, Tagaste (África) vio nacer a este niño singular, de madre cristiana, santa Mónica, y de padre pagano, Patricio. De la juventud de este santo nada puede dar idea más cabal ni más exacta que las palabras del mismo en sus admirables Confesiones: “Trataba yo, dice san Agustín, de satisfacer el ardor que sentía por las más groseras voluptuosidades: me entregaba a multitud de pasiones que, pululando de día en día en mi corazón, produjeron en él una especie de oscuro bosque, donde él mismo se perdía y no entraba nunca la luz del sol. De este modo quedó desfigurada la belleza de mi alma, y a fuerza de agradarme a mí mismo y de tratar de agradar a los demás, no era ante Dios más que corrupción y miseria”. De cómo se verificó su conversión da noticia también el santo en el mismo libro admirable que el mundo conoce con el título de las Confesiones de San Agustín, si bien muchos atribuyen esta conversión a los ruegos de santa Mónica, madre del joven extraviado, que había de ser uno de los más esclarecidos doctores de la Iglesia.

“Un día -dice san Agustín- vino a visitarme Ponticiano, cristiano muy acreditado en la corte del emperador, y, como hallase sobre mi mesa, aunque de joven disoluto, las epístolas de San Pablo, celebró muy sinceramente y con grandes extremos que yo me consagrase a esa lectura”. Prosigue diciendo san Agustín que escuchaba a Ponticiano, el cual le hablaba de cosas santas, y que al mismo tiempo examinaba su propio corazón y se sentía confundido y avergonzado por hallar en su fondo tanta depravación y tal perversidad que llegó a tener horror de sí mismo.

“¿Qué hacemos nosotros? -dijo en cierta ocasión a un amigo suyo, nombrado Alipio-. Los ignorantes ganan el cielo; y nosotros con toda nuestra ciencia estamos sumidos en la carne y en la sangre. ¿Tendremos vergüenza de seguirlos?” Pronunciadas estas palabras, sintió vehementísimos deseos de estar solo; en un jardín próximo a su casa permaneció durante algunas horas ensimismado y entregado a profunda meditación; siguió paso a paso todos sus extravíos, recordando una a una todas sus locuras, y de tal suerte se avergonzó de la miseria en que había caído, que empezó a verter abundantes lágrimas. Después de su conversión retiróse Agustín durante algún tiempo al campo, para entregarse a la oración, a la penitencia y dedicarse a escribir aquellas obras que han inmortalizado su nombre, destinadas en su mayor parte a la defensa de la religión. Valerio, obispo de Hipona, venciendo tenaces resistencias de Agustín, lo consagró obispo y lo indicó para sucederle, como en efecto le sucedió, el año siguiente. En el obispado permaneció, asombrando al pueblo con sus virtudes y admirando a los sabios con su ciencia. Aparte su santidad, san Agustín es uno de los filósofos más fecundos de su época. Desde que se convirtió al catolicismo, escribió mucho y bien sobre cuanto constituía la ciencia de su tiempo: en filosofía, derecho, teología, historia, literatura, sus conocimientos son vastos y profundos; libros de religión, tratados de filosofía, obras de crítica; cartas a reyes, emperadores, pontífices y obispos; opúsculos de controversia contra las herejías; de todo esto se halla en las obras, no bien estudiadas ni aún medianamente conocidas de san Agustín. Las que más celebridad le han dado son sus famosísimas Confesiones, en las cuales brilla la espontaneidad, la sinceridad y la franqueza de quien desea juzgarse a sí mismo: ni una pueril vanidad lo obliga a callar sus defectos o a atenuar sus debilidades; ni exagerados alardes de fingida modestia le impiden decir sus virtudes; el alma de san Agustín aparece en sus Concesiones sin cariño y sin odio. En este libro se ha inspirado Juan Jacobo Rousseau, que no ha querido ocultar esta imitación y que ha dado a su precioso libro el mismo título que lleva el de san Agustín; y también Chateaubriand en sus Memorias de Ultratumba. Antes de su conversión, Agustín había enseñado con gran aplauso y logrado gran fama, explicando retórica y filosofía en Cartago, Roma y Milán.