Cómo Galileo dio a los médicos la primera máquina utilizada para medir el pulso


Enteróse de los experimentos de Arquímedes y del método que había empleado este gran matemático para hallar la cantidad de metal vil que el platero había mezclado en la corona real. Precisamente este hecho sugirió a Galileo un método mucho más sencillo y rápido para resolver el problema de Arquimedes. Consistía dicho método en una balanza de su invención, acerca de la cual escribió un ensayo en donde demostró tan profundos conocimientos de matemáticas, que fue nombrado profesor de esta ciencia en Pisa; desde entonces, sin entregarse ya a más vacilaciones sobre si sería artista o médico, prosiguió los estudios que había empezado, sin que nadie se le opusiere.

Pero antes de que ocurriera este incidente hizo por los médicos algo que nadie había pensado. Advirtió, hallándose en la catedral de Pisa, una lámpara que oscilaba con toda regularidad, cualquiera que fuere la longitud de las cuerdas de que estaba suspendida. Reflexionó sobre este hecho, y sus reflexiones le condujeron a inventar el primer péndulo y a emplearlo para medir el pulso humano, a fin de que con toda seguridad pudiera conocer el médico la velocidad con que latía el corazón del enfermo y llegar por este medio a determinar su fortaleza o su debilidad. Tal fue la primera máquina que tuvieron los médicos para ayudarles a tratar el cuerpo humano.

Mientras estudiaba en Pisa, Galileo llegó a persuadirse de que gran parte de la enseñanza de entonces era disparatada. Todavía creía la gente en el sistema de Tolomeo; y en cuanto a varias leyes mecánicas, aceptaba sin temor alguno cuanto había sido escrito por Aristóteles, antiguo sabio griego, nacido cerca de cuatrocientos años antes de Jesucristo y preceptor de Alejandro Magno. Aristóteles había sido un hombre admirable en toda la extensión de la palabra, lo cual no impide que en algunos puntos se hubiera equivocado. Una de sus equivocaciones consistió en afirmar que si dos cuerpos caen desde la misma altura, el cuerpo más pesado llegará antes a tierra. De tal modo que el cuerpo cuyo peso es doble llegará al suelo en la mitad del tiempo que emplee el más ligero que se ha tomado por punto de comparación. Por más de diecinueve siglos nadie se había atrevido a poner en duda semejante principio: Galileo fue el primero en hacerlo; más todavía, vio que era erróneo y así lo sostuvo.

Tomó dos piedras, una de diez libras y otra de una, y dejólas caer desde lo más elevado de la torre de Pisa. Ahora bien, según la ley de Aristóteles, la piedra que pesaba diez libras debía llegar a tierra en la décima parte del tiempo que empleara la que sólo pesaba una; en cambio, ambas llegaron juntas a tierra. Galileo quedó satisfechísimo de su prueba; por el contrario, los discípulos de Aristóteles se pusieron furiosos. Se resistían a creer lo que habían visto con sus propios ojos, y afirmaban que podían demostrar, por las mismas obras de Aristóteles, que era imposible lo que Galileo acababa de revelarles. Entonces Galileo expuso la ley que había deducido de sus investigaciones, a saber: que todos los cuerpos caían con la misma velocidad, salvo los muy ligeros, para los cuales la resistencia del aire podía ser causa de disminuir la rapidez del descenso. Esta declaración acabó de enojar a todo el mundo, y convirtió en enemigos suyos a los estudiantes y profesores de las universidades que combatían como absurdas sus ideas.

Otro contratiempo sobrevino muy pronto a Galileo. Un poderoso ciudadano que deseaba sacar lodo del puerto de Liorna, enseñó a Galileo la máquina que pensaba utilizar; el matemático aseguró que ésta era inútil para aquel objeto, y, aunque luego los hechos dieron la razón a Galileo, la indignación que contra él se produjo en la ciudad fue tal, que se vio obligado a huir desde Pisa a Florencia. Esperábanle aquí nuevas desgracias y contratiempos. Murió su padre, con lo cual Galileo hubo de encargarse del cuidado de su madre y de tres hermanos, en una época en que todo se había vuelto contra él. Después de dos años de innumerables trabajos, llegó a ser nombrado profesor de matemáticas en Padua; tenía a la sazón veintisiete años, y permaneció en esta ciudad dieciocho. Durante este tiempo produjo una cantidad enorme de trabajos científicos, y fue tal la fama de su saber, que de todas partes de Europa acudía gente a dicha ciudad de Italia con el objeto de escuchar sus interesantísimas explicaciones.