Un estudiante callado que asombró a los siglos


La ciudad de París era el centro intelectual de mayor prestigio en la Edad Media. En su Universidad, una de las más antiguas de Europa, florecían numerosos colegios, y de todos los reinos acudían alumnos para escuchar en ellos a los más famosos maestros de la época. Un día llegó también a sus aulas un joven italiano, nacido en Aquino, de la provincia de Nápoles, en 1225. Contaba entonces veinte años, vestía el hábito de la orden de Santo Domingo, y venía a sentarse entre los alumnos de Alberto Magno, el saber enciclopédico más vasto de la Edad Media. La concentración y el silencio del joven llamaban la atención en medio de aquella juventud preguntona e inquieta, y lo apodaron por ello el buey mudo. Un día el apodo llegó a oídos del maestro, y Alberto Magno, tan buen conocedor de hombres como de ciencia, comentó enigmáticamente: “Buey mudo, pero cuando el buey muja su mujido se oirá en todo el mundo”. Y la frase se hizo profecía: el día en que Tomás de Aquino (1225-1274), que tal es el nombre de nuestro joven, habló, lo escucharon admirados los contemporáneos y su eco aún no se ha extinguido. En vida, Colonia, París, Roma y Nápoles disputaron el privilegio de oír su enseñanza; después de muerto sigue gozando de gran prestigio en todos los países occidentales, y sus obras son, hasta el presente, libros de texto en los seminarios católicos. La verdad católica tiene en Santo Tomás de Aquino un expositor y un inspirador insustituibles: especialmente su obra titulada Suma Teológica se cuenta entre los monumentos vivientes e imperecederos del pensar humano.