El nacionalismo musical en España: vida y obra de Manuel de Falla


Los españoles siempre fueron pródigos en artistas. España, como Italia, es un pueblo de músicos; desde tiempos muy remotos nombres ilustres jalonan su desarrollo musical, desde las obras de Juan del Encina (1469-1537), hasta Albéniz, Granados, Turina y Manuel de Falla (1876-1946), pasando por Tomás de Victoria (1550-1611), padre de la música sacra en España, y Felipe Pedrell (1841-1922), a quien debemos el resurgimiento del autóctono sentimiento musical frente a las corrientes foráneas que predominaban en la música culta.

Manuel de Falla ocupa un lugar de preferencia por la grandiosidad de su obra y las proyecciones que alcanzó fuera de España. En efecto, el nacionalismo musical de este autor pronto trascendió las fronteras de la patria, interesando por igual a los hombres de todos los países.

Hijo de madre y padre gaditanos, nació él también en Cádiz, el 23 de noviembre de 1876. A diferencia de otros grandes músicos, su infancia transcurrió plácidamente en un hogar austero, pero desahogado y en medio de un ambiente musical que favoreció su verdadera vocación, manifestada a los 17 años, después de asistir a un concierto donde interpretaron páginas de Grieg y de Beethoven.

Recibió primero lecciones de su abuelo y de su madre, pero luego fue enviado a Madrid para que perfeccionara la técnica pianística con el maestro Tragó y estudiara composición con el maestro Viniegra; pronto comprendió que debía salir de España para completar sus estudios, cifrando sus esperanzas en París, convertido entonces en el centro musical por excelencia. La amistad con el maestro Pedrell le sirvió de mucho antes de ir a la Ciudad Luz, pues la influencia que el autor de Los Pirineos ejerció sobre el futuro compositor de L'Allántida fue muy grande; el mismo Manuel de Falla la reconoció en todo momento, especialmente a través de su Pedrelliana, compuesta en 1938 sobre motivos de La Celestina, de Pedrell.

En 1904 y en 1905 ganó dos concursos que lo consagraron como pianista y como compositor. En 1907 pudo emprender el tan ansiado viaje a París, donde conoció y frecuentó a Pablo Dukas, Claudio Debussy y Mauricio Ravel; entró al mismo tiempo en contacto con españoles residentes, tales como Albéniz y Vives, pianista éste de renombre que estrenó en Francia algunas de sus composiciones.

En la vida y la obra de Manuel de Falla pueden señalarse cuatro etapas bien definidas, desarrolladas en un ámbito geográfico distinto y resueltas con diferentes estéticas. La primera corresponde a los pasos cumplidos en Cádiz y Madrid, de la que quedan algunos de sus ensayos teatrales y sobre todo La vida breve; la segunda etapa, de búsqueda y reafirmación, tuvo por escenario el París impresionista; las añoranzas del terruño le hicieron producir páginas tan sentidas y emotivas como Los nocturnos, conocidas hoy con el sugestivo nombre de Noches en los jardines de España; junto a estas maravillosas páginas impresionistas nos ofreció las Siete canciones españolas, verdaderas joyitas del arte vocal. La tercera etapa, de apogeo, tuvo de nuevo como escenario la propia patria, encontrando en Madrid y Granada la inspiración necesaria para sus obras maestras, que trató de resolver con nueva técnica inspirada en las experiencias adquiridas en París. De esta época son sus obras más difundidas: El amor brujo y El sombrero de tres picos. Con ellas Falla nos muestra las dos caras de su amada provincia, tierra de inquietud y aspiraciones, pues a la Andalucía trágica de los gitanos de El amor brujo, opone la Andalucía campesina y burlona de El tricornio, nombre abreviado de el sombrero de tres picos. Estos dos magníficos ballets con argumentos de Gregorio Martínez Sierra, inspirado uno en una leyenda de la morería y el otro en una novela de Pedro de Alarcón, basada a su vez en el viejo romance popular: el corregidor y la molinera, fueron estrenados en 1915 y 1917, respectivamente, con decorados de Pablo Picasso y coreografía de Massine. La primera fue compuesta especialmente para la gran bailarina española Pastora Imperio y la segunda a pedido del célebre Ballet Ruso. Vinieron luego El retablo de Maese Pedro, inspirado en un pasaje del Quijote; el Concierto para clave, escrito especialmente para la gran concertista Wanda Landowska, y el Soneto a Córdoba, inspirado en un soneto de Góngora, por sugerencia de su gran amigo el inolvidable poeta Federico García Lorca. La última etapa, la del éxodo, corresponde a los años del destierro voluntario que se impuso el insigne maestro gaditano primero en las islas Baleares, donde compuso la Balada de Mallorca sobre versos del poema homónimo del poeta catalán Verdaguer y sobre motivos musicales de Chopin.

Después de un breve retorno a la patria, Manuel de Falla se expatrió nuevamente, esta vez en Alta Gracia, en las sierras de Córdoba (Argentina) , donde residió a partir de 1939 y donde se dedicó de lleno a la instrumentación de su obra póstuma, L'Atlántida, sobre un argumento del mismo Verdaguer.

Allí, en su “Córdoba del crepúsculo”, como él la llamaba, se extinguió la llama de su vida, el 14 de noviembre de 1946.

No obstante algunas influencias extranjeras, que ciertos críticos quieren señalar, su obra es de inspiración profundamente española e individual, sin dejar de tener por ello, como se ha dicho, una proyección universal.