La solemne majestad de un mar de arena que sirve de oratorio a los musulmanes


El beduino no conoce la lectura ni la escritura, pero es extraordinariamente piadoso y de costumbres sobrias, porque, como todos los musulmanes, rechaza comidas y bebidas excitantes. Claro está que en el desierto no hay mezquitas, pero ello no obsta para que estos árabes se dediquen mucho a la oración. Cada día se recita cinco veces en todas las tiendas el primer capítulo del Corán, postrados todos en dirección a la Meca.

En este mar de arena los rayos del sol abrasan a los habitantes de estas tiendas, mas por la noche las estrellas les envían sus plateados fulgores de luz tenuísima, con toda la piedad que la Naturaleza tiene de ellos, entre tantas mercedes de Alá. Por eso ante él se postran estos hijos de Ismael, en el amarillo suelo del anchuroso templo, su única mezquita, sobre la cual se extiende la inmensa cúpula azul del firmamento. “Nosotros andamos siempre errantes, mas Dios está en todas partes”, dicen. Es explicable el orgullo que experimentan los beduinos que han podido unirse a las caravanas de peregrinos que se dirigen a la Meca, para visitar el sepulcro de Mahoma, y que después de haber vuelto del peregrinaje, son honrados con el título de hadji, el más ambicionado por los mahometanos.