LA HABITACIÓN DE LOS INDIOS DEL ORIENTE DE ESTADOS UNIDOS Y DEL CANADÁ

Por cuanto se ha podido colegir, el progreso de estos indios fue estacionario durante los varios siglos que vivieron en América del Norte, hasta la llegada de los blancos. Tal vez pueda atribuirse este hecho a la circunstancia de carecer de cereales panificables y de no ser conocidos entonces entre ellos los animales de tiro. En efecto, sin caballos ni bueyes es harto difícil cultivar debidamente el suelo. Otra de las razones fue quizá el serles desconocido el arte de extraer metales de la tierra, para construir herramientas de labranza, pues, indudablemente, las piedras, huesos y madera son materiales muy poco apropiados para este fin.
Gran número de tribus de estos indios vivían en casas construidas con gruesas cortezas de árbol o de ramas entretejidas, que después revestían de pieles o de barro. Con frecuencia habitaban la misma choza durante años; pero cuando llegaba el verano y la caza mudaba de paraje, abandonaban su residencia, para ir tras de aquélla y alimentarse de su carne.
Una sola casa albergaba a veces a varias familias, cada una de las cuales ocupaba determinada parte de la morada. Estas familias estaban por lo común unidas por lazos de parentesco, el cual no se tenía en cuenta por parte del padre, sino de la madre: es decir, que todos los que se cobijaban debajo del techo común, eran descendientes de una misma mujer. Todos ellos constituían un clan, al que daban el nombre de un animal determinado, tal como Oso, Lobo, Tortuga, etc., del que trazaban pinturas, o lo esculpían en madera o en piedra, denominándolo tótem, y lo convertían en emblema de su casta y en objeto de su culto. Cuando el clan era muy numeroso, vivía en diferentes casas.
Varios de estos clanes reunidos constituían una tribu, que a veces era numerosísima. En cada clan era elegido entre los ancianos una especie de magistrado, llamado sachem, cuya autoridad no era hereditaria. Los sachem de los diferentes clanes celebraban asambleas, en que dictaban las leyes por que debían gobernarse las tribus, y castigaban a los transgresores. Cada clan tenia, además, un jefe que asumía el mando en tiempos de guerra, pues las tribus estaban en continua pelea. Las tribus también solían elegir un jefe supremo, que actuaba como caudillo general.
La religión de estos indios era sumamente curiosa. Adoraban a sus antepasados, al Sol, a los vientos y al rayo. Y como éste se les antojaba una culebra en movimiento, respetaban dicho reptil, y muchas tribus se abstenían de darle muerte. Creían asimismo en un Gran Espíritu y en otros menores, que vivían en cada hombre, como también en cada animal, y en cada lago, árbol y colina; estos espíritus eran buenos unos, malos otros. Los indios achacaban la causa de las dolencias y enfermedades a la entrada de alguno de los últimos en el cuerpo de las personas. Para curar al enfermo, había en cada tribu curanderos, a quienes se atribuía poder sobre los espíritus malos, y que acudían a la choza o jacal en que yacía el paciente. Allí, sacudiendo unas sonajas y dando grandes alaridos, pronunciaban palabras mágicas para arrojar del cuerpo del enfermo al espíritu maligno.
Si, a pesar de estos originales remedios, sobrevenía la muerte, colocaban el cadáver en lo alto de un árbol o sobre un andamio, para que estuviese en lugar seguro, o lo sepultaban en su propia cabaña, o en una cueva, y, en ocasiones, cavaban una hoya y acumulaban sobre el difunto un montículo de tierra. Algunos de estos montículos contenían a veces muchos cuerpos. Con el cadáver enterraban armas, alimentos y bebidas, pues creían que necesitaría estas cosas. Cuando fallecía un niño, solían en-enterrar en su compañía a un perro, para que le guiase en los caminos del mundo de los espíritus.