Cómo triunfó Mahoma aún después de su muerte: millones de seres siguen su fe


Dos años más tarde el nuevo profeta murió. Su nombre, es en cambio, inmortal, y millones de creyentes siguen y practican la religión por él fundada. Pero como casi todos los grandes hombres, Mahoma, el genio más poderoso de su raza, murió sin ver realizado el grandioso plan que concibiera. Su principal empeño se cifró en reunir a todas las tribus árabes bajo un gobierno único. La muerte del iniciador del gran proyecto sembró la confusión y la discordia entre sus partidarios, pues todos querían sucederle en el mando, y las ambiciones se desbocaron en una forma lamentable pero al mismo tiempo ardía cada vez más impetuosa y voraz la llama encendida por el profeta.

Ornar, famoso jinete, de vigor extraordinario, fue el hombre destinado a convertir la fiereza inquieta de los árabes en la mayor potencia batalladora del mundo. Ala muerte de Mahoma, Ornar resolvió la dificultad de la jefatura, dando al primer discípulo del profeta, Abú-Bekr, el título de vicario o califa y reservándose para sí el mando efectivo. Abú era un árabe pobre, piadoso y honrado, y, como no tenía émulos ni adversarios, su designación fue recibida con general agrado. Como califa, recibió una gran cantidad de dinero, pero lo que dejó al morir fue sencillamente un camello, un áspero albornoz y cinco monedas de oro. Todo lo había repartido entre los guerreros y los mendigos. Sucedióle Ornar como caudillo de los creyentes, y bajo su dirección muy pronto los árabes se organizaron hasta constituir una nación. Las tribus vagabundas formaron un pueblo ordenado, y Ornar estableció leyes civiles, reorganizó ejércitos y los lanzó por el Norte, el Este y el Oeste, contra las grandes potencias de la tierra. Entonces descubrió esta raza admirable la ruta de su destino. El árabe era algo así como un fuego devorador. Endurecido por las privaciones sufridas en los ardientes arenales, en sus ojos brillaba el fanatismo de la religión, y se lanzaba al combate con empuje irresistible. Sus enemigos disfrutaban de todas las ventajas de la civilización, estaban mejor armados, mejor disciplinados y adiestrados para la guerra, mejor nutridos, y a la vez eran mucho más numerosos. Los árabes, en sus batallas, luchaban generalmente en la proporción de uno contra tres, y no obstante, salían victoriosos. No tenían bases militares, ni líneas de comunicación, ni provisiones, ni equipo. Eran sólo una horda de jinetes sin otro uniforme que sus jaiques. Una derrota cualquiera podía significar para ellos el desastre total. Sus rápidas victorias, la conquista de los vencidos.

El avance de los árabes no era propiamente la marcha de un ejército, sino el asolador avance de un ciclón. La cultura de África y Asia desaparecía a su paso con extraña y terrible rapidez. Los conquistadores fundaron nuevas ciudades en las llanuras del Eufrates; y en pocos años pasaron a su poder Damasco, Antioquía y Jerusalén, famosas plazas romanas en otro tiempo. En el año 636, toda la parte occidental del imperio persa fue conquistada, y la misma suerte le cupo a Trípoli, en África, así como a la capital de Egipto, que fue asaltada por las tropas de Ornar tres años después. El estandarte de la Media Luna triunfó en todas partes con tal rapidez, que, al morir Ornar en el año 644, los árabes eran dueños de una gran parte del mundo civilizado. ¡Y aún no habían pasado doce años desde la muerte de Mahoma! El emperador de Constantinopla, Heraclio, que había heredado el trono de Constantino, se vio forzado a huir de Palestina a Europa, mientras su rival, el rey de Persia, contemplaba sus ejércitos rechazados, derrotados, abatidos, corriendo al desastre final. Apenas habían transcurrido siete años después de estos acontecimientos y de la muerte de Ornar, cuando todo el imperio de los medos y persas se hallaba ya bajo el dominio de un solo hombre, el califa Osmán, que había sido algo así como el secretario de un santón, dedicado a predicar en el corazón de Arabia; y a los cien años después que Mahoma abandonó La Meca, repudiado por su propio pueblo, el poder de los árabes se extendía desde la frontera de China al océano Atlántico. Una sola batalla los hizo dueños de la península ibérica, y desde la frontera de Francia empezaron a planear la conquista de Europa y la destrucción del cristianismo.