Influencias que la expansión árabe ejerció en el mundo occidental


Las peculiares circunstancias que rodean a este pueblo nómada, a un tiempo destructor y civilizador, merecen que nos detengamos aquí en algunas consideraciones. Existen hoy en Arabia unos quince millones d¿ habitantes entre hombres, mujeres y niños. En tiempos de Mahoma, debido a que se cultivaba menos la parte fértil del país, la población no llegaba al número actual. En lo más que puede estimarse es en dos millones de habitantes, pues debe tomarse en cuenta que los guerreros fueron diezmados por las luchas que sostuvieron entre sí las tribus para su unión y conversión. Parece, pues, difícil que al desbordarse los árabes del desierto para extenderse por el mundo y sojuzgarlo en gran parte, los conquistadores llegaran a formar un ejército de más de cien mil jinetes. Y, no obstante, su acción se extendió en un área considerable, y su obra persiste después de tantos siglos, pues aun en nuestros tiempos, en pleno siglo xx, más del 10 % de las criaturas humanas siguen la religión de los árabes, propagada por éstos al desbordar los yermos y abrasados arenales. Y es que los impetuosos hijos del desierto edificaban al mismo tiempo que destruían. Ellos convirtieron a los paganos persas, adoradores del fuego, a la fe que sólo reconoce a un Dios único, y más tarde dieron a las turbas salvajes de los turcos y mongoles una fórmula de verdad religiosa, y las apartaron así de su envilecimiento idolátrico. Y aún actualmente se esfuerzan los árabes por hacer que arraigue en las turbas paganas del África un sistema de gobierno y de firme vida espiritual. No podremos llegar a comprender a los árabes, si no estudiamos su historia con interés y simpatía. El árabe es una de las figuras más románticas, más pintorescas y más asombrosas de la historia. Al contrario de otras razas invasoras, como los hunos, los teutones y los mongoles, su expansión se inspiraba en una idea benéfica y regeneradora, la destrucción de la idolatría y el reconocimiento de un solo Dios. Bajo la influencia moral de la religión que les dio Mahoma, llegaron los árabes a concebir la redención del mundo. Cierto es, que, al principio, se mofaban de las artes de la paz y de la civilización. Consideraban las obras artísticas, esculturas y pinturas, como objetos de idolatría. En su gran mayoría habían sido idólatras que se prosternaban ante los ídolos de piedra y, por ser ignorantes todavía, miraban con cierto terror supersticioso las gloriosas obras del arte helénico que hallaban a su paso. En otros tiempos habrían creado un culto alrededor de aquellas figuras magistralmente reproducidas por los artistas griegos; pero ahora, en el entusiasmo de su nueva fe, destruían cuadros y estatuas, quizá temiendo verse tentados nuevamente a adorarlos.

Tampoco respetaban libros y manuscritos, en la creencia de que toda la suma de conocimientos que necesita el hombre estaban contenidos en el Corán, la obra compuesta por Mahoma. Nueve años después de la muerte del Profeta los árabes tomaron la ciudad de Alejandría; la gran biblioteca cayó en sus manos. Cuenta la tradición que el bibliotecario rogó y suplicó que se respetaran aquellos libros, alegando que representaban un tesoro inestimable por contener todos los adelantos realizados hasta entonces por la inteligencia humana, y que podían ser tan útiles a los árabes como lo fueron para los egipcios y los griegos. A estas discretas razones replicó Ornar con las siguientes palabras: «Si estas escrituras están de acuerdo con el Corán, resultan inútiles, y por tanto, deben ser destruidas; si no están de acuerdo con lo que dice nuestro santo libro, entonces son dañosas, y deben ser quemadas igualmente?>. De este modo la más importante biblioteca de aquel tiempo sirvió para calentar el agua de los baños públicos, y durante seis meses las humeantes cenizas de setecientos mil volúmenes dieron testimonio de la energía destructora de los árabes.

Pero ya hemos dicho que aquellos hombres extraños edificaban al mismo tiempo que destruían. Durante una centuria sólo pensaron en conquistar y convertir, barriendo todas las viejas obras de la civilización y sin hacer obras de reconstitución práctica, como no fuera el establecimiento de su culto entre los paganos y los salvajes del África Central. Su califa estableció la capital en Damasco y envió a los jóvenes caudillos que mandaban sus ejércitos más allá del Oxus, en el Turquestán, y más allá de los Pirineos, en Europa. España fue uno de los países que cayeron bajo su dominio. Los mismos árabes, en gran número, se establecieron en las más ricas tierras conquistadas e iniciaron el poder de una clase militar de nobles, que tenían esclavizadas a las razas convertidas con la espada. En vano los persas y otros nuevos pueblos mahometanos hicieron constar que el Profeta había predicado la fraternidad e iguales derechos para todos. El viejo orgullo de raza pudo en ellos más que las prescripciones de su religión, y habiendo conquistado poder y riquezas, perdieron su fervor religioso y fueron amos duros y crueles para los pueblos dominados.

Entretanto los persas y sirios oprimidos comenzaron a cultivar las artes de la paz. Los sirios fueron los primeros constructores del mundo mahometano, y en mezquitas y palacios fueron desarrollando la arquitectura extraña y decorativa que, en diferentes estilos, so ha extendido desde la Alhambra, en España, hasta los hermosos templos mongoles en la India. Los mahometanos persas emprendieron la magna empresa de introducir la ciencia y la filosofía en la nueva civilización. Entonces el mundo cristiano hallábase dividido por las guerras de unas naciones con otras y por las disputas religiosas, de modo que la antorcha de la ciencia y la sabiduría se les había caído a los europeos de las manos. El último de los filósofos griegos había sido expulsado de Atenas, y asimismo de Palestina habían sido arrojados otros pensadores de una distinta escuela filosófica, antes que naciera Mahoma. Estos sabios huyeron y buscaron refugio en la corte del rey persa. Fundaron una universidad en Djondichapur, donde la ciencia griega, y en especial la medicina, y una honda y sutil filosofía, se cultivaron devotamente durante centenares de años. Murieron los pensadores griegos, pero sus enseñanzas se conservaron en Persia, y la empresa de reconstruir el templo de la sabiduría humana continuó en un remoto rincón de aquel país, mientras los árabes realizaban sus conquistas e imprimían un nuevo rumbo a la civilización. Luego, lentamente, los hijos de Alá supieron iluminar su inteligencia con esa luz vacilante. Atrajoles principalmente el ejercicio de la medicina, y los más aplicados fueron progresando hasta hacerse verdaderos sabios. Después que hubieron comprendido la utilidad del estudio, respecto al modo de curar las enfermedades que afligían a la humanidad doliente, podían también interesarse por la química, la física, la astronomía, la geometría y otras ciencias.

Una oportuna revolución política aceleró el progreso de la ciencia en todo el mundo mahometano. Un descendiente de Mahoma, un siglo después de la muerte del Profeta, llegó a ser el caudillo de los persas y de otras razas oprimidas y creyentes, y se decidió a cumplimentar las leyes del Profeta respecto a la igualdad de cuantos formaban la gran comunidad mahometana. Atacó al califa de Damasco, a quien venció en una gran batalla, y en 750 se estableció la nueva dinastía de los abasidas. Deriva cu nombre de Abbas, tío del Profeta, quien en espíritu era más persa que árabe. Esta dinastía fijó su capital en el antiguo territorio de Persia, en Bagdad, y confió la administración y gobierno a funcionarios del país.

En el año 760 de la era cristiana el nuevo califa, Almanzor, puso, a orillas del Tigris, la primera piedra de su nueva ciudad, destinada a ser durante varias centurias la capital del imperio mahometano, a la vez que famosísimo centro de riqueza, de esplendor y de saber. Harún-al-Raschid, o Harían el Justiciero, héroe de los cuentos de las Mil y una noches, era uno de los nuevos gobernantes que impulsaron a la raza al progreso de la civilización. Pero fue el hijo de Harún, Almamún, que reinó de 813 a 833, el promotor del desperezamiento oriental que cambió la faz del mundo.

Durante siglos Europa quedó en la oscuridad, mientras los árabes tenían observatorios astronómicos, famosos químicos y filósofos, magníficas universidades y grandes bibliotecas. Al estudiar la historia del pensamiento humano, no podemos prescindir de la influencia que sobre él han ejercido los árabes, y es muy probable que muchos de nuestros inventos, como la pólvora, las lentes y la aguja de marear o brújula primitiva, tengan por verdaderos autores a los árabes.