Enrique VIII y su iglesia: ruptura del monarca con el papa


El príncipe Arturo, esposo de Catalina de Aragón, murió antes que su padre, y éste resolvió casar a la joven viuda con su segundo hijo Enrique. Consultado sobre el caso el papa Julio II, concedió la dispensa necesaria, y poco después se celebró aquel enlace, cuya trascendencia había de ser inmensa para Inglaterra y aun para toda la Europa católica. Enrique VII bajó al sepulcro pocos años después, dejando el trono a su hijo.

Tres lustros llevaba ya Enrique VIII rigiendo los destinos de Inglaterra, cuando comenzó a manifestarse cansado de su esposa, y habiéndose prendado de Ana Bolena y no reconociendo otra ley que su capricho, pretendió que el Papa anulase su matrimonio. Clemente VII se negó a hacerse cómplice de aquella enormidad; y entonces Enrique, dispuesto a lograr su deseo a toda costa, no halló mejor expediente que erigirse en jefe de la Iglesia de Inglaterra, sustrayéndola a la autoridad papal. Enrique VIII, que sobre tener talento, poseer vasta instrucción y ser de suyo hombre enérgico y resuelto, había heredado los cuantiosos tesoros reunidos por su padre y gobernaba un reino dócil a su voluntad, no tuvo que hacer grandes esfuerzos para conseguir que el Parlamento sancionara su conducta y obligara al clero inglés a considerarlo como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, independiente del Papa.

Dado así el primer paso, no se detuvo ya Enrique en el camino de la tiranía. Emprendió terribles persecuciones contra los que negaban su autoridad religiosa; abolió los monasterios, y los monjes, acusados de cometer todo género de infamias, fueron expoliados y sus bienes pasaron a engrosar el caudal de la corona; no pocos prelados pagaron con la muerte su fidelidad a Roma. Lo peregrino del caso es que Enrique, al rechazar la autoridad pontificia, no abjuró de sus ideas religiosas: seguía conceptuándose “defensor de la fe”, título que el Papa le había dado, y con el mismo ahínco con que perseguía a los católicos que osaban permanecer fieles a éste, persiguió a los luteranos que, aprovechando tan propicias circunstancias, pretendían implantar la Reforma protestante en Inglaterra.

Enrique VIII no tuvo consideración con nadie; y la conducta que observó con sus mujeres y con sus ministros cuando éstos no se prestaron a ser instrumentos suyos, nos da cuenta cabal de su crueldad. Cansado muy pronto de Ana Bolena, la hizo decapitar para casarse con Juana Seymour; muerta ésta al dar a luz al futuro Eduardo VI, contrajo cuartas nupcias con Ana de Cléveris, de la cual poco tardó en divorciarse; su quinta mujer, Catalina Howard, corrió la suerte de Ana Bolena, y en poco estuvo que a Catalina Parr, su sexta y última esposa, no le ocurriera lo mismo, por disentir de él en materia religiosa. El cardenal Wolsey, hombre que gozó de toda su confianza y a quien había colmado de honores y riquezas, cayó en desgracia por haberse manifestado contrario a su casamiento con Ana Bolena, y en sus últimos días dice que se lamentaba de esta suerte: “Si yo hubiera servido a Dios con tanta diligencia como he servido a mi rey, no me habría abandonado en mi vejez”. Tomás Moro, uno de los más notables eruditos de la época, autor de la famosa Utopía, fue canciller y dispuso de la amistad y valimiento del rey; mas no habiendo querido traicionar su conciencia en la cuestión del divorcio y de la supremacía, perdió todo su poder y acabó su vida a manos del verdugo. En fin, Tomás Cromwell, hombre de humilde origen, que por obra y gracia del monarca llegó a ser el arbitro del reino y gestionó el casamiento de su señor con Ana de Cléveris, pagó esta intervención con la vida cuando Enrique repudió a su cuarta esposa. A cambio de su cruel despotismo, Enrique VIII supo desplegar una hábil política exterior beneficiosa para Inglaterra, y su persona ejerció notable influjo en los consejos de Europa, cuyos monarcas hubieron de contar siempre con él en sus empresas, ya como aliado, ya como enemigo.