La gran sombra que se extiende sobre la arena


Al fin, llega el viajero al término de la avenida; casi enfrente, en el fondo del paisaje, se levantan las pirámides. Recorre un kilómetro, y luego otro, y otro después. Así pasan varios kilómetros más; y al paso que avanza, las masas que se levantan ante él aparecen con dimensiones más asombrosas. Luego, al fin del desierto, se ofrece a la vista la mayor estatua que jamás haya sido construida en el mundo, la extraña, la asombrosa Esfinge, cuyos ojos, castigados por las arenas arrastradas por los huracanes que barren el desierto han contemplado desde sus veinte metros de altura y cinco mil años de antigüedad, a Heródoto, a César y a Napoleón, quienes se maravillaron igual que nosotros de su remotísima edad.

Ya está delante de las pirámides, en otro tiempo cubiertas de granito rosado, cuidadosamente pulido, hoy desaparecido. Es el paraje más famoso del mundo para un turista; la sombra de la Gran Pirámide, la mayor de las tres, se extiende a una distancia enorme sobre la arena. Siéntase el viajero a su abrigo, fija su mirada en aquellas moles enormes; casi no sabe qué pensar de ellas. Sobre estos monumentos brilla el sol como brillaba cuando las contemplaban Abraham y Moisés. La luna las alumbra hoy como aquella noche en que una Madre, huyendo de la crueldad de Herodes, buscando un amparo contra la orden que amenazaba la vida de los pequeños, llevó a su Hijo a Egipto.